Viernes, 26 de Septiembre de 2025 |

Benín

Pedaleando por la cuna del vudú

Texto y fotos: Antoni Tarragón Martes, 25 de Marzo de 2025

 

Aterrizamos a principios de octubre en Cotonou, la capital de Benín, antigua colonia francesa conocida como Dahomey hasta 1975, cuando adoptó el nombre de Benín. Un país africano de dimensiones modestas que comparte fronteras con Togo, Burkina Faso, Níger y Nigeria, además de tener una costa de 121 km en el océano Atlántico.

 

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Nos espera un país hospitalario, con una rica diversidad étnica que compartirá algunas de sus costumbres con nosotros. Iniciamos una ruta circular con algunos tramos en coche, explorando campos de algodón y mijo, montañas, lagos, playas, y poblados con sus características casas de adobe o sencillas cabañas de paja. Nos sumergimos en la autenticidad de los mercados de fetiches, donde la vida local se desenvuelve entre ritmos y bailes fascinantes, y los cantos espirituales de los domingos en las iglesias que crean un contraste intrigante con las prácticas misteriosas del vudú que aún perduran.
Partimos de Cotonou hacia el norte, siguiendo paralelos a la frontera con Nigeria, un país rico en petróleo, nos acompaña el zumbido de motocicletas cargadas hasta lo impensable con bidones de gasolina de contrabando.

 

Los Holis y el barro

 

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Nuestra primera parada obligada fue en Issaba, donde decidimos pernoctar con los Holis. Posiblemente una de las etnias más intrigantes y menos conocidas de Benín. Al dejar el asfalto, nos encontramos con un terreno embarrado por la lluvia, convirtiendo el desplazamiento sobre la tierra arcillosa en un auténtico calvario. Era imposible pedalear, ya que el barro cubría los neumáticos con una gruesa capa, frenando su avance en la horquilla. Así, resbalando con los pies descalzos y empujando las bicicletas, llegamos al poblado donde las mujeres exhibían con orgullo sus tatuajes geométricos, de una complejidad impresionante, por todo el cuerpo y la cara.
Afortunadamente, la lluvia nos concedió una tregua y al día siguiente pudimos continuar nuestra ruta, pedaleando por pistas rojizas hasta llegar al escondido Lago Aziri. En su interior se encuentra un pintoresco pueblito de pescadores con no más de 200 habitantes, al que llegamos después de cargar nuestras bicicletas en una pequeña canoa ofrecida por pescadores locales. En la costa, las redes de los pescadores colgaban entre los árboles, ondeando con la suave brisa que nos acompañó durante la travesía.
Una vez más, la providencia estuvo de nuestro lado y coincidimos casualmente con la celebración anual de gratitud de los pescadores. Así que, entre la música, los bailes y la degustación de un delicioso pescado autóctono del lago, disfrutamos de la velada hasta el anochecer. Al día siguiente, nos embarcamos nuevamente en una pequeña barca, esta vez guiada por una lugareña que se dirigía al mercado para vender el pescado.
De nuevo en tierra firme y camino a Gossue, pasamos por Zagnanado, la capital histórica de las colinas de Agonlín, y por Gbanamé. Poco después, nos sorprendió nuevamente la lluvia, que caía torrencialmente. Afortunadamente, nos refugiamos en una pequeña iglesia de adobe, sin puertas ni ventanas, donde pasamos la noche bajo nuestras mosquiteras.

 

Los Fulanis, etnia seminómada 

 

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Con el amanecer, iniciamos nuestro pedaleo con el objetivo de llegar a Dassa. Sin embargo, a un kilómetro antes de llegar a Gossue, abandonamos la ruta principal siguiendo a un grupo de mujeres Fulani por un estrecho sendero rodeado de vegetación, con la intención de llegar a su poblado. Pronto, la vegetación se abre y se revela el poblado de chozas semicirculares de esta etnia seminómada, construidas con vegetación entrelazada.

 

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Pasamos varias horas allí, interactuando con gestos con un grupo de mujeres de piel clara, rostros alargados, narices aguileñas y cabello ondulado. Estaban dedicadas al cuidado de su aspecto físico, trenzándose el pelo entre ellas con complejos peinados adornados y mostrándonos con orgullo sus tatuajes característicos. Además de las responsabilidades familiares, recae en ellas la tarea de ordeñar y preparar las mantecas, que luego venden en los mercados después de largas caminatas.
Curiosamente, no vimos a ningún hombre, lo que nos llevó a deducir que podrían estar ocupados cuidando los rebaños.

Como suele ocurrir en estas ocasiones, el tiempo se nos echó encima y tuvimos que apresurarnos para no llegar de noche a Dassa, una ciudad rodeada de colinas donde nos aguardaba una ansiada ducha. Al día siguiente, exploramos las callejuelas de algunos de sus barrios incrustados en las rocas y visitamos algún edificio emblemático.

 

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“¡Queeee, ¿os venís a cenar o no?” 

No había día que no nos sorprendiera alguna anécdota. En una ocasión, llegando ya casi de noche a Fo Boure, sabíamos de la existencia de una misión católica a la cual nos dirigimos con la intención de pasar la noche. Nos recibió un ayudante que amablemente nos instaló en una habitación, mientras nos comunicaba que los “frères” estaban de viaje y posiblemente no llegarían esa noche. Justo cuando nos estábamos acostando, una fuerte voz desde el otro lado de la puerta nos dijo en perfecto castellano: “¡Queeee, ¿os venís a cenar o no?”. Resultaron ser dos misioneros españoles, fue una velada de lo más interesante, impregnándonos de sus conocimientos sobre el día a día de estas culturas y de su implicación directa en el desarrollo de la comunidad.
Al día siguiente, visitamos la escuela y los talleres donde las mujeres realizan manualidades que luego venden en los mercados. También exploramos la iglesia y las placas solares con las que progresivamente han logrado electrificar toda la población con farolas diseñadas por ellos. La labor social de estos misioneros resulta alucinante.

 

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Continuamos nuestro viaje pedaleando por pistas que unen pequeños poblados hasta llegar a Pehonco, donde nos abastecimos en su mercado. En él, los cinco sentidos se nos ponen en marcha. Desde un rincón, intentando pasar lo más desapercibidos posible (aunque era imposible), pasamos horas observando cada movimiento de las vendedoras y sus clientas. Nos rodea un sinfín de variedades irreconocibles de vegetales, pescados secos, trozos de carne, gallinas, telas, adornos, cestas, tinajas, etc., distribuidos por el suelo o mostradores precarios.

 

Audiencia con el Rey Bariba

Una nueva sorpresa nos aguardaba en Kuande, una festividad local con caballos engalanados que realizaban demostraciones ecuestres y pequeñas carreras al son de tambores. Sin embargo, no podíamos detenernos demasiado, ya que a las 5 pm teníamos una audiencia programada con el Rey de los Bariba. En realidad, este pueblo se denomina baatonu y tiene sus orígenes en el norte de Nigeria. Un anciano encantador nos recibió en una sala del Palacio Real, donde reside, y con voz suave y pausada nos relató pasajes de su reinado y su implicación en la recuperación de las tradiciones desaparecidas.

 

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A pocos kilómetros de llegar a Natitingou, tomamos un desvío hacia las cataratas de Kota, un oasis de vegetación que contrasta con el árido entorno, sin arena ni polvo. Allí nos concedimos un merecido baño antes de continuar nuestra ruta.
Natitingou, conocida como “Nati” para los lugareños, la ciudad en sí no destaca mucho, pero ofrece todo tipo de servicios para abastecernos, con un gran mercado que se celebra cada 5 días.

 

Los “castillos” del País Somba 

Nos aguarda una de las experiencias más singulares del viaje, nos dirigimos hacia el país Somba, un grupo étnico que habita entre Benín y Togo. En Benín, se les conoce como Somba y están dispersos por los valles de Boukoumbe. Comparten características notables con los Tamberre en Togo, destacando por sus finas escarificaciones que adornan todo el rostro.

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Este grupo étnico migró desde el norte, desde la actual Burkina Faso, para establecerse en los territorios actuales. Enfrentaron desafíos significativos con los bariba y, para protegerse, buscaron refugio en los montes Taneka, una zona de difícil acceso. Fue aquí donde construyeron sus castillos de arcilla, conocidos como “tatas”, que los han caracterizado hasta la actualidad. Estas estructuras defensivas los protegieron de los asaltos de poblaciones vecinas y de los esclavistas del reino de Dahomey, y esto ha hecho que hayan podido conservar sus tradiciones sin demasiadas influencias externas.
Las viviendas, aisladas entre baobabs, palmeras y campos de algodón y mijo, no son muy grandes, generalmente con unos 10 u 11 metros de diámetro y unos 4 metros de altura. Estos edificios de dos plantas cumplían una función defensiva, con elementos diseñados para tal fin, como la falta de ventanas en el exterior y pequeñas rendijas para observar a posibles enemigos, una puerta pequeña para el acceso limitado y gruesos muros con torreones cilíndricos.

 

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Alrededor de estas edificaciones, se encuentran conos de tierra de diversos tamaños que sirven como fetiches y altares para realizar sacrificios. A la entrada de la casa, a la derecha, hay un pequeño altar dedicado a los antepasados, y un poco más adelante, se abre un espacio para alojar a los animales de noche (vacas, gallinas, ovejas) y también hay un pequeño depósito y una zona con banco para los ancianos que no pueden subir las escaleras y pasen la noche aquí.
A través de una escalera, se accede a una pequeña sala intermedia entre la planta baja y la alta, donde se encuentra la cocina. La planta superior es una terraza con varias estancias, incluida la habitación familiar y el granero. Las habitaciones son cilíndricas, bajas y anchas, con techos de paja y una entrada muy pequeña.
El granero tiene forma cilíndrica, es una estancia alta y tiene un techo de paja. Se abre por arriba y el espacio está dividido en secciones donde se guardan separados los diferentes productos.
Compartimos con un sacerdote animista su larga y tradicional pipa de madera, el cual viste siempre ropas de piel de mono. 
Nos quedamos algunos días en Teneka Koko para explorar la zona.

 

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El Vudú, ¿un mito o una realidad?

De vuelta hacia el sur, transitamos por las rutas principales, evitando las zonas fronterizas con Togo por consejos de los lugareños, hasta Abomey, una de las grandes ciudades históricas del país. Allí visitamos los restos de los Palacios Reales, una parada obligada para imaginar su magnitud, ya que desde aquí se controlaba buena parte del comercio de esclavos y el aceite de palma.
En el activo y colorido mercado de Abomey, destaca una gran zona reservada a la venta de fetiches y plantas medicinales, que las personas continúan utilizando en la actualidad.

 

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¿Y el vudú?
El vudú, al ser una de las religiones oficiales, se practica habitualmente en todo Benín, especialmente en la zona suroeste. Según los dichos ancestrales, el vudú tiene un único objetivo: hacer el bien y proteger del mal. A pesar de tener miles de años de antigüedad, su práctica sigue muy activa, como pudimos comprobar.
Nos afincamos a orillas del Lago Ahémé, concretamente en Possotomé, y desde allí nos adentramos por la zona donde nos vamos encontrando los montículos con fetiches y algún que otro grupo de mujeres cantando y desfilando ataviadas con coloridos vestidos y utensilios “varios” en sus manos. Finalmente, presenciamos una ceremonia vudú en una pequeña habitación de una choza llena de fetiches, huesos y algún que otro cráneo humano. Fue un largo ritual con un final más o menos sangriento.
 

La Venecia africana

Regresamos al hotel con un nudo en el estómago, y al día siguiente cruzamos el Lago Ahémé en pinaza, evitando rodearlo a golpe de pedales. Una vez desembarcados, ya sobre nuestras bicis, nos dirigimos a Ouidah, donde visitamos el Templo de las Pitones que alberga la deidad Dagbé, para los pueblos del suroeste de Benín, la serpiente pitón representa la conexión del hombre con la tierra.

 

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Reemprendemos nuestra ruta por un camino arenoso hasta la Puerta del No Retorno, situada junto a la playa. Pedaleando junto al mar, por la Ruta de los Pescadores, por playas infinitas y salvajes, entre estilizadas palmeras, barcos de pescadores, casas construidas con las hojas de palmeras y grupos de pescadores que faenaban a mano arrastrando redes enormes mientras cantaban. 
Hasta que llegados al Lago Nokué, que nos desviamos hacia nuestro destino final, Ganvie, la Venecia africana, donde todas las casas están sobre el agua todo el año. Toda la vida ciudadana transcurre en pequeñas embarcaciones que transitan por sus canales, muchas de las cuales son verdaderas tiendas ambulantes que forman un mercado flotante. Una de ellas hacia las veces de bus escolar y transportaba a un grupo de niños uniformados, otra se abastecía en grandes bidones de agua potable de un dispensador central que luego repartía por las chozas. Así, observando y remando por los canales con una pinaza que alquilamos, llegó el atardecer.  

 

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Y CON EL ATARDECER LLEGA EL FIN DEL VIAJE. DEJAMOS ATRÁS MUCHO MÁS QUE UN SIMPLE VIAJE EN BICICLETA Y DE AVENTURAS. ÁFRICA Y SUS GENTES NO DEJAN A NADIE INDIFERENTE.

MÁS INFORMACIÓN:

https://viatjantpocapoc.wordpress.com
@viatjantpocapoc

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