Domingo, 07 de Septiembre de 2025 |

Otoño en tres hoces de Guadalajara

Texto y fotos: BICI:MAP (Valeria H. Mardones y Bernard Datcharry) Lunes, 28 de Octubre de 2024

En otoño, los cauces de los ríos siempre tienen algo de magia. En estos valles húmedos y umbríos es donde la estación primero asoma la nariz. Aprovechamos un fin de semana largo para inundar nuestra mente de colores cálidos y olores a setas. Pedalearemos por tres hoces de la provincia de Guadalajara, la del río Ungría, la del alto Tajuña y la del río Dulce.

 

 

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Desfiladeros, hoces, cañones y gargantas son algunos de los nombres con los que bautizamos los profundos tajos que los ríos excavan a su paso. El espectacular encanto de estos despeñaderos siempre llama la atención. Pero además, cuando los vientos del otoño tiñen de rubio los sotos de sus ribazos, los encajados cauces pintan uno de los mejores escenarios otoñales. Esta sonata de un solo movimiento, el color, se interpreta en tres valles fluviales de la provincia de Guadalajara. Sería imperdonable quedarse en casa y perderse esta gran fiesta. De manera que, desde Madrid, ponemos rumbo noreste a los altos páramos de alcarreños. Desde la ruidosa autovía nada anuncia las profundas hendiduras que los ríos Ungría, Tajuña y Dulce han labrado como si fueran vallejos secretos. Son como microcosmos en medio de la desolada paramera, y ahí se ha levantado el telón otoñal.

 

 

 

 

DÍA 1
El Ungría, un río muy alcarreño 

 

Salimos de Torija, en el límite del páramo alcarreño. Delante del castillo y su inconfundible Torre del Homenaje, nos preparamos. Las primeras pedaladas son por la meseta cerealista, pero que estos últimos años ha sido arrinconada por los cultivos del lavandín. Hoy la Alcarria ha pasado a llamarse la Provenza española y ya no es aquella tierra a la “que a la gente no le da la gana ir”, como decía Camilo José Cela. Junto a las vías del Ave, vemos los restos de estas plantas perfectamente alineadas, ya cosechadas entre julio y agosto. Cogemos alguna flor todavía perfumada y continuamos rodando; nuestra ruta no va de violeta, sino de ocre y amarillo.

 

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No tardamos en llegar a Fuentes de la Alcarria situado sobre una estrecha ‘península’ de roca que una curva del río Ungría ha labrado. Parece la proa de un barco varado en el reseco páramo alcarreño. En la plazoleta-aparcamiento, junto a la puerta fortificada, nos espera una generosa fuente y una picota del siglo XVI. Su estrecha calle Mayor nos lleva en pocos minutos a la otra punta. Las casas están cerradas a cal y canto y no sale humo de las chimeneas, quizás desde la despedida estival. Desde el llamado balcón del Ungría, el río exhibe sin pudor su cauce festoneado. La bajada es rápida. Dejamos el asfalto para tomar el camino que lleva al paraje conocido como el “borbotón”, donde se dice que nace el Ungría.

 

Regresamos a la carreterita. Es de esas que te permiten hablar tranquilamente con tu compañero sin estar pendiente de los coches. Los campos huelen a campo como solemos decir los que somos de ciudad. Por fin el cielo nos regala un azul precioso y los ratos de sol hacen que nuestras prendas de abrigo sobren. En Valdesaz no viven más de 20 personas. Una de ellas, Cristóbal, se dedica a crear esculturas con chatarra agrícola y piezas desechables de coches ¿Es posible transformar una suspensión de moto, una rueda de bici y una boca de aire acondicionado en una obra de arte? Pues sí.


Antes de Caspueñas el camino se pierde y tenemos que rodar un corto tramo por una senda cerrada por la vegetación. El pueblo se recuesta sobre una ladera. Abajo los amarillos otoñales de los chopos brillan rabiosamente. Antes de cruzar el río nos aprovisionamos de agua en una fuente de tres caños. No es la única. Continuamos río abajo sin subir al pueblo. La remontada al páramo la haremos un poco más adelante, donde la cuesta nos regala unas buenas pulsaciones y las últimas vistas del río Ungría.

 

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En Atanzón nos tomamos un respiro en el lavadero y, a la salida, divisamos en un altozano el peculiar rollo de Atanzón, un pilar de piedras que se utilizaba como picota. Por asfalto bajamos al valle donde se asienta el río Matayeguas, el principal afluente del Ungría. A nuestra ruta de hoy tan solo le queda devolvernos sin contratiempos a Torija

 

DÍA 2
El alto Tajuña, un río serpenteante

 

En los altos de Alcolea del Pinar, cerca de la divisoria de las dos Castillas, el frío matutino se hace notar. Con razón, estamos a 1.200 m de altura. Además, el día se dibuja nublado y con posibilidades de lluvia. A un grupo de ancianos calentando los huesos de este otoño que trae humedad y mañanas frescas, les preguntamos si va a llover. Esta gente es más fiable que cualquier app, pero nos dan una respuesta a lo José Mota: “hoy no, mañana”. Aun así cargamos con los chubasqueros. 

 

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Desde su nacimiento en las parameras de Maranchón hasta que confluye en el Jarama, el río Tajuña regala un sinfín de paisajes sin que nunca el propio río llegue a ser el protagonista. No ocurre así en su tramo más alto. Al poco de nacer labra a su medida varias hoces. Los cortados no llegan a tener gran espectacularidad, pero ofrecen toda la sencillez y la soledad de los parajes poco publicitados. Allí nos dirigimos. Las señales del Camino del Cid nos guían y nos sirven para evitar los camiones de la nacional. Atravesamos Garbajosa donde rozamos el límite con la provincia de Soria y luego bajamos a Aguilar de Anguita antes de tomar la carreterita que lleva Anguita. El pueblo ocupa las dos márgenes del río y asciende hacia la montaña por su ladera más benigna. Su emblema es la torre de la Cigüeña, restos de una atalaya islámica actualmente reconstruida. Nos dirigimos a la hoz. La temperatura baja, se nota la humedad de la umbría. A la entrada nos encontramos con la iglesia y subimos a pie a las cuevas de Cantar de Mío Cid. Están muy abandonadas, invadidas por la vegetación y se hace difícil entrar para explorarlas. Dicen que en los alrededores acampó Rodrigo Díaz de Vivar camino del destierro. Tal vez sea esta zona del pueblo la más atractiva. Las casas, a modo de cuevas, se han ido haciendo bajo los enormes pedruscos inclinados y amenazantes. No hay gente en los huertos, ni nadie recoge las nueces que aplastamos bajo nuestras ruedas. No podemos evitarlo, recogemos unas cuantas. 

 

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A partir de ahora comienza la joya de la ruta. La pista de tierra acompaña al río durante varios kilómetros. Roquedales, nogales y chopos estirados hasta no poder más delatan el cauce de agua. El río baja con ganas. Se respira paz, se disfruta del colorido y de la humedad. Rodamos con una sonrisa de oreja a oreja. Llaneamos, salvo un tramo donde el camino, la roca y la vegetación se hermanan para regalarnos una rampa pedregosa. Todavía los fríos no han desnudado las arboledas, la otoñada tinta las orillas con encendidos amarillos y rutilantes naranjas. Escalamos a pie una de las paredes para tener una mejor panorámica de la garganta de piedra. La hoz es corta, pero de las deliciosas, de esas que guardas en la memoria para recorrerla una y otra vez. Nos acercamos a un poblado celtíbero y a un antiguo torreón defensivo islámico que formaba parte de un sistema defensivo mucho más amplio. En una losa descubrimos unos grabados visigodos. Desde la parte más alta vemos claramente la pequeña carretera que nos sacará del barranco. La subida es de riñones y pulso a mil. Arriba, el rebollar empieza a teñirse de ocre y tras Santa María del Espino los pinares toman el relevo. Para cerrar el circuito, regresamos al valle del Tajuña, ahora más abierto. Nos queda la última subida bajo un cielo que comienza a nublarse con muy malas pintas; hoy no, mañana.

 

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DÍA 3
El Dulce, un refugio de rapaces

 

Como la ruta es lineal y siempre se nos atraganta el regreso por el mismo camino, tomaremos en Sigüenza el tren a Matillas para volver en bici. Un tren casi fantasma que circula poco. Solo hay 4 al día y en festivo 3. Hasta las 11:45 de la mañana tenemos tiempo para desayunar los típicos bizcochos borrachos en una panadería. 

 

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Nada más dejar Matillas, tomamos contacto con el río Dulce, justo después de su confluencia con el Henares. Remontamos el río que nace en la Sierra Ministra. Estas modestas elevaciones dan vida a varios ríos. Uno tiene el capricho de buscar el Duero, otro divaga hacia el Ebro y dos fluyen hacia el Tajo. Al más discreto de estos dos últimos, el río Dulce, le tocó imponerse a la roca dura creando una húmeda hendidura en las estériles parameras de la Alcarria Alta. Puede decirse que muchos hemos oído hablar del barranco del río Dulce. A mediados de los años setenta, Félix Rodríguez de la Fuente rodó en estos parajes varios episodios de sus populares documentales sobre la fauna ibérica. 

 

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Las marcas rojiblancas con el anagrama del Camino del Cid son nuestra brújula durante casi todo el recorrido. Al principio rodamos por un paisaje agrícola abierto regado por el canal de Mandayona. Nada más cruzar la carretera a Sigüenza, el entorno cambia drásticamente. 

 

El valle comienza a cerrarse entre escarpes calcáreos que acogen una importante colonia de buitres leonados. Aguardan pacientemente pillar una corriente térmica que les permita elevarse y planear sin esfuerzo. Hemos entrado en el Parque Natural del Barranco del río Dulce. El cielo otoñal es de un azul intenso, libre de las calimas veraniegas. El camino nos introduce en un cerrado bosquete de carrasca. Rodamos con soltura a pesar de las piedras escondidas bajo la tupida hojarasca. Más adelante el cañón se ensancha, se cierra y vuelve a abrirse según los caprichos rocosos. Nos apartamos del camino para curiosear en las ruinas del Caserío de los Heros. Era un molino donde se fabricaba papel para billetes en época de Alfonso XIII. Funcionó hasta los años 60 y solo queda una chimenea de ladrillos rojos. 

 

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La pequeñísima pedanía de La Cabrera tiene pocos habitantes, pero sus casas están primorosamente restauradas. Nada parece salirse del tiesto, nada chirría y nada sobra, todo encaja. Cruzamos el río por un puente de piedra de un arco. Al otro lado, una calleja estrecha rodea la modesta ermita. Su sencillez y ábside semicircular delatan su origen románico. El camino se estrecha hasta convertirse en una senda que acompaña al río, obviamos un vado que no nos convence. Más adelante lo cruzamos por un puente de madera. Cuando salimos del cañón se divisa enseguida el castillo de Pelegrina sobre la cima de una colina. Una empinadísima cuesta nos deja en el caserío. La calle principal lleva directamente al centro de visitantes del parque. Dejamos las bicis a la entrada para subir pie a las ruinas. La atalaya es espléndida y nos alienta a adentrarnos en la hoz en bici. Un camino cimentado baja de manera decidida al río. Somos conscientes que luego habrá que pagar un peaje a modo de subida. En poco más de un kilómetro alcanzamos el refugio de Félix donde nos damos la vuelta porque el sendero se va complicando. Como hemos echado más tiempo de lo previsto explorando el barranco, debemos apresurarnos. La tarde se agota. El ocaso nos da alas para rodar y el dolor de piernas que nos dejaron los últimos repechos se va diluyendo. 

 

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EL FIN DE SEMANA-PUENTE SE TERMINA. HAN SIDO TRES DÍAS OTOÑALES MUY DIFERENTES PERO CON UN DENOMINADOR COMÚN, LAS HOCES VESTIDAS DE OCRE. NO ES FÁCIL TRASLADAR CON PALABRAS LAS EMOCIONES VISUALES Y SONORAS QUE ALIMENTAN LOS COLORES CÁLIDOS DEL OTOÑO. TAMPOCO LAS IMÁGENES DE UNA REVISTA TRANSMITEN LAS SENSACIONES DE LO VIVIDO. APAGA TU PANTALLA, CIERRA TU PUBLICACIÓN, Y DÉJATE LLEVAR POR TU GPS Y TU INTUICIÓN.

 

 

 

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DATOS PRÁCTICOS

· DÍA 1: El río Ungría, ruta circular, punto de partida y llegada Torija; 37,6 km y 300 m de desnivel. Fuerte subida para salir del valle. 
· DÍA 2: El Alto Tajuña, ruta circular, punto de partida y llegada Alcolea del Pinar; 50 km y 370 m de desnivel. Algunos caminos pueden embarrarse. 
· DÍA 3: El río Dulce, ruta lineal, punto de partida estación de Matillas y llegada Sigüenza, 34,9 km y 340 m de desnivel. Sendero con piso irregular en el barranco   

 

 

 

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