
En una familia, siempre hay un garbanzo negro. En el ciclismo, se llama chuparruedas. Dícese del corredor cicatero o cicatera y ruin que racanea esfuerzos y se aprovecha de sus compañeros. Comer, beber y a rueda. Ese es su lema. Son fácilmente identificables por su adversión a las leyes de la empatía. Como escarnio público, cualquier día en las salidas de las pruebas pondrán sus fotos en un cartel junto a un número de varias cifras, como recompensa para quien logre quitarlos de circulación por tal indignante falta de decoro.
Conocidas sus múltiples jugarretas y triunfos logrados con tan viles artes, estas ovejas negras son todavía más peligrosas cuando se incrustan en una fuga numerosa donde se camuflan como camaleones. En algún momento de la carrera se ponen en primera posición, pero es puro postureo. Su relevo resulta de peseta o de cualquier otra moneda fuera de circulación. Pura estrategia para disimular sus verdaderas intenciones y no ser incomodados en exceso.
Han empezado los ataques para dejar atrás a este elemento pertubador. Su paciencia, infinita, espera con éxito la inexperiencia de los novatos que le cierran los huecos para reprimenda y desesperación de los veteranos. Faltan cada vez menos kilómetros y aquí sigue este molesto invitado. De forma inesperada, una avispa aparece. Le ataca con saña y varias veces clava en su piel el aguijón con su veneno correspondiente. El chuparruedas pierde todas sus opciones de victoria. A veces, el karma trabaja, pero no todas las que debería.