Su rostro me resultaba familiar. Aunque ocultaba sus ojos con unas gafas oscuras, las facciones de su cara creía haberlas visto con anterioridad, pero no lograba dar con el click en mis neuronas para resolver la incógnita. Al menos, sabía donde estaba, en uno de los numerosos puntos de préstamo de bicicletas eléctricas que el Ayuntamiento había diseminado por toda la ciudad. Tras retirarla de su anclaje y previo pago, me hice con una de esas máquinas de dos ruedas que hacen más respirable este lugar urbano.
Al darme la vuelta, a la espera de su turno se encontraba aquella mujer. Nos saludamos. Incluso ella dibujó una de esas sonrisas que derriten y más en días veraniegos como el de hoy. Su acento la delataba como una turista. Para mi sorpresa y tras su petición de ayuda, me convertí durante una hora en su guía particular por el enjambre de carriles bici, diseñados para disfrutar de las mejores vistas. Su esbelta figura y delicado pedaleo le daba un aura especial, como una deidad de visita por la Tierra.
Llegó el momento de la despedida y los agradecimientos. Tenía prisa, pero no especificó el motivo. Me arrepiento de no haberle pedido su número de móvil. Han pasado varias horas y aún sigo cavilando de qué conocía a esa mujer tan maravillosa. Una película romántica, que aparecía en esos momentos en la televisión, me permitió descubrir que había estado con una estrella de Hollywood y ni siquiera le había pedido un autógrafo.
