
Hoy es el día. El último, no va más. 42 kilómetros de lucha titánica contra las manecillas del reloj decidirán si obtengo la mayor recompensa posible tras 3 semanas de dura pelea estajanovista. No soy un especialista en contrarreloj y menos en esta distancia atípica para los tiempos actuales por su gran longitud, pero quiero experimentar por primera vez en mis propias carnes ese dicho que afirma que el maillot de líder da alas.
El recorrido maratoniano lo conozco de memoria. Para empezar, terreno de falsos llanos antes de unas prolongadas planicies sin vegetación. De postre, una pequeña cota exigente que precede a un descenso técnico hasta meta. En plena canícula, Eolo tan decisivo en estas pruebas aerodinámicas parece estar echando una siesta gorda y no ayudará a disminuir esta sensación de agobio corporal y sudor casi constante.
Tras más de una hora de rodillo, con música a tope para aislarme del mundo y aplacar los nervios, ya estoy en la rampa de despegue. Parezco un caballero de la mesa redonda con casco futurista y aspecto de robot. Como única lanza, cuento con mis piernas, ya adheridas al último modelo de bicicleta para formar una curiosa figura. El juez árbitro, en plena cuenta atrás, empieza a hacer desaparecer sus dedos. Cuando ya no hay ninguno, me da un mínimo empujón y el organizado engranaje del cuerpo marcha hacia lo desconocido, con la convicción de dejarme en el empeño hasta el último gramo de fuerza porque mañana ya será tarde.