Viernes, 26 de Septiembre de 2025 |

La vida de Hedy Lamarr. Parte segunda

Creación y oscuridad

José María Abril

Interludio: 
El garabato del 9 de noviembre de 2015.

 

Hay un Día Internacional para casi todo. Hasta para la croqueta. ¿Y quién lo decide? ¿quién lo declara? En teoría, la ONU. En principio, mediante una resolución de la Asamblea General adoptada por consenso y a propuesta de uno o varios de los estados miembros. Otras veces la decisión se toma por alguno de los organismos o agencias especializadas que existen dentro de la propia Naciones Unidas.


Ya, muy bien. ¿Y quién decidió que el 9 de noviembre fuera el Día Internacional del Inventor? ¿Y por qué precisamente ese día? Lo primero no parece estar claro del todo. Lo segundo, sí. Al principio de esta historia, en el número anterior de Andar en Bici, hablábamos de los descubrimientos que más han transformado la vida de las personas. Y nos circunscribíamos al último siglo. Pero, si ampliáramos el rango de años a considerar, la lista de inventores e inventoras y las fechas con ellos relacionadas sería interminable. Desde Leonardo a Marie Curie. Desde Arquímedes a Thomas Edison. Elegir uno o una entre todos ellos y buscar un día concreto de su existencia- o de la vida de alguno de sus inventos- parece una difícil misión. Luego habría que alcanzar el consenso necesario. Y, por último, lograr que tuviera una difusión adecuada o, lo que es lo mismo, un impacto social suficiente.


¿Y consideraríamos bastante que 30.000 o 40.000 personas, en todos y cada uno de los segundos de ese preciso día, pudieran ser conscientes de su importancia? Si no les parece mucho, multiplíquenlo por sesenta. Luego, otra vez por sesenta. Y finalmente, por veinticuatro. ¡Ahí lo tienen!


Llamamos garabato a cualquier cosa. Teóricamente sería uno de esos dibujos que se hacen “todo seguido”, sin levantar el lápiz del papel. ¿Quién no ha intentado alguna vez, y no sólo de niño, averiguar qué es capaz de dibujar de esa manera? La palabra en inglés es Doodle.


Al escribir este texto, el corrector automático ha sustituido la D mayúscula inicial por una G, también mayúscula. Y ha cambiado la d minúscula por otra g minúscula. Así, dos veces, sólo al tercer intento me ha permitido poner lo que yo quería: Doodle (y no el nombre de un conocido buscador al que las cifras de accesos del párrafo anterior no le serían extrañas).


Todos aquellos que entraron en esa página web el 9 de noviembre de 2015 se encontraron con un dibujo sorprendente. Era un Doodle diferente al habitual que, al hacer click sobre él, llevaba a un pequeño vídeo de 75 segundos que resumía la vida de una mujer. ¡Era el Día Internacional del Inventor y el símbolo era aquella mujer! Y es que ese preciso día hacía 101 años que Hedy Kiesler, más tarde conocida por Hedy Lamarr, había nacido en Viena.

 

 

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Capítulo 3 
Los años de la creación.

La cena en casa de Adrian, el diseñador al que Hedy había pedido que organizara el encuentro con George Antheil, fue en éxito. Estuvieron sólo cuatro personas, Adrian, su mujer Janet y sus invitados, la actriz y el compositor. Se cayeron muy bien desde el primer momento. Siendo tan distintos en muchas cosas, desde la estatura (ella era bastante más alta) hasta su propia actitud vital (hiperactivo él, tranquila y reflexiva ella), la sintonía entre ambos fue total. Sin duda, el hecho de que los dos fueran germanoparlantes de nacimiento fue también de gran ayuda. Hedy expuso su problema, quizá lo recuerden si leyeron la primera parte de este artículo. El tamaño de sus pechos era pequeño, demasiado pequeño en su opinión. Y preguntó si George, músico pero también endocrinólogo aficionado, tendría algún tipo de opinión al respecto y si podría desarrollar alguna solución. Ella estaba dispuesta a colaborar en lo que hiciera falta.
“Mmmm…, claro, claro…Yo diría que tú eres post pituitaria, sí, esa podría ser una buena definición. Seguro que todo tiene que ver con tu hipófisis. Es la pequeña glándula que todos tenemos en el cerebro. Y tan importante que es la que manda- si me permites que lo diga así- en todas las demás glándulas”. Pero el bueno de George no siguió definiendo las características que, según sus muy particulares teorías, acompañaban a las mujeres que él llamaba post pituitarias. En concreto, tendencia a una sexualidad hiperdesarrollada e incluso a la ninfomanía. Uff…eso ya se lo diría más adelante, si había ocasión.
“¿Y, George, podría haber algo, no sé, una crema o algo parecido, que me pudiera venir bien?”.
“No, no creo que exista. Pero puedo trabajar en ello con tu ayuda. Todo es cuestión de experimentar. Prueba y error, hasta que acertemos. ¿Te parece?”.
“Claro, cuando quieras. Yo tengo mucho tiempo libre entre película y película. Y no me gustan las fiestas así que…”.


Acabada la cena, el compositor se quedó en casa de Adrian y Janet hasta bastante después de que Hedy se hubo marchado. Estaba feliz. Su ego y hasta su estatura habían aumentado por lo agradable que había sido su encuentro con aquella mujer. Se despidió en el porche de sus anfitriones y se dirigió al coche que había dejado aparcado en la acera de enfrente. Iba un poco achispado. “¡Vaya, siempre tiene que haber algún gracioso que estropee una velada maravillosa!” se dijo a sí mismo, en voz alta, al ver que le habían pintarrajeado de rojo la ventanilla del lado del conductor.


Se fue acercando y, mientras sacaba un pañuelo para tratar de limpiar el cristal, empezó a darse cuenta de que aquello no era la travesura de ningún chiquillo de Sunset Boulevard: ¡Eran números escritos con un lápiz de labios! Un número de teléfono. Y es que a él se le había olvidado pedírselo. No cabía duda, aquella noche había conocido a una persona que era algo más que la mujer más hermosa sobre la tierra.

 

A los pocos días…
“Pasa, George, pasa. Luego, cuando venga mi marido, te enseñamos la casa y, si te parece bien, almorzaremos los tres en la piscina. Pero ahora quiero que veas una cosa”.
Atravesaron el salón, dejaron atrás las escaleras y también la enorme cocina. Siguieron adelante y, en lo que parecía ser el final de la mansión estilo Hollywood, Hedy abrió una puerta. Mientras lo hacía, le dijo a su invitado en voz baja: “Mein kleiner zimmer un dinge su reparieren. Es mi pequeña habitación para arreglar cosas. Aquí soy feliz. Si se estropea algo, y en una casa tan grande créeme que pasa a menudo, me lo traen aquí y yo disfruto desmontando lo que sea y buscando la avería”. George vio una casi diminuta mesa de trabajo, instrumental de diverso tipo distribuido por la habitación, una estantería con algunos libros técnicos. Hedy le dijo: “Aquí trabajaremos. Pasado mañana te traen ya tu mesa…, es que, ¿sabes?, la encargué al día siguiente de conocernos”.
A partir de entonces, Hedy y George pasaron muchas horas en la pequeña habitación para arreglar cosas.

 

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No sólo buscaron cremas, inventaron también artilugios y mecanismos. Física y química. Algunos  funcionaban y otros no. Entre sus pequeños fracasos, la coca-cola en grageas solubles. Hedy había estado especialmente ilusionada con las posibilidades de aquellas pastillas pero, según reconocería años más tarde, cometió un error imperdonable, olvidó que no todas las aguas del grifo en EE. UU. tienen la misma dureza y que, por tanto, lo que funcionaba en California no tenía por qué hacerlo en Wisconsin.
Hedy y George eran una pareja de creativos autodidactas. Según confesaría el compositor años más tarde, la mayor parte de las ideas eran de la actriz, muchas de ellas geniales. Y  otras tan simples que parecían niñerías. No era inhabitual que sonara el teléfono bien avanzada la noche, casi de madrugada: “Escucha, George, ¿sabes lo que he estado pensando…?”. Él era consciente de que, casi siempre, su papel se reducía a colaborar, a tratar de hacer viable lo que ella había imaginado. Bueno, lo importante era que se complementaban muy bien entre los dos; eran casi como niños jugando a mezclar cosas en las pipetas de la clase de química. No hubo nada más entre ellos. Tampoco nada menos.

 

De vez en cuando necesitaban descansar un poco. “¿Jugamos a adivinar cuál es?”. “Siiii, muy bien, vamos al salón, a ver si hoy gano yo”. Y allí se sentaban los dos al piano, él era compositor profesional y ella sabía tocarlo desde pequeña. Uno de los dos empezaba una melodía pero de forma disfrazada, cambiando el ritmo, los acordes y bastantes de las notas, introduciendo arpegios aquí y allá. Y el otro tenía que adivinar cuál era la canción. Pero no debía decir el título en voz alta sino continuar la interpretación con el mismo estilo. Y, sin solución de continuidad, empezar una música diferente y cedérsela a su compañero para que la adivinara y siguiera con la improvisación. Un maravilloso y continuo fluir de notas en las soleadas mañanas de California.
Y mientras tanto, en la piscina, el marido de Hedy (el de entonces era Gene Markey): “¡Vaya por Dios!, y ahora se ponen a tocar el piano. Casi prefiero cuando se encierran a inventar cosas, por lo menos no hacen tanto ruido”.
La mañana del 18 de setiembre de 1940, Antheil se retrasó, algo inhabitual en él. Y cuando por fin llegó, Hedy llevaba más de una hora trabajando en la pequeña habitación para arreglar cosas.
“¿Va todo bien, George?”.
No contestó. Simplemente dejó caer encima de la mesa la edición urgente que acababa de publicar “Los  Angeles Times”.


El vapor SS City of Benares había partido de Liverpool hacia Quebec y Montreal con más de 400 personas entre tripulación y pasajeros. Casi cien eran niños. Formaban parte del programa de Churchill para alejarlos de la guerra en la que Reino Unido estaba sumido desde hacía un año. Era la llamada Operación Pied- Piper (El flautista de Hamelin). 

 

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A principios de setiembre había comenzado el tristemente famoso “Blitz”, los bombardeos de la aviación alemana sobre Londres y otros centros neurálgicos de Gran Bretaña. Había que proteger a los niños de aquel infierno. Ellos eran el futuro.
En el atardecer del 17 de setiembre, aquel barco, a más de seiscientas millas marinas de tierra firme, se encontró con su lugar en la Historia: El periscopio de un submarino alemán U-48. Los dos primeros torpedos erraron su objetivo. Pero el tercero  acertó y, a los 30 minutos, el Ciudad de Benarés se hundía en las profundidades del Atlántico Norte. Murieron casi 250 personas. De ellas, 77 eran niños. 
Hedy se secó la humedad de sus ojos, dobló cuidadosamente el periódico y retiró todo lo que tenía encima de su mesita de trabajo. Tanquam tabula rasa. Y, dirigiéndose al compositor, mientras trataba de contener la emoción: “George, …eran niños, …sólo eran niños. Desde hoy, tú y yo nos vamos a dedicar a intentar evitar todo este dolor”. Y su vida tomó un nuevo rumbo que culminaría con el registro, casi dos años más tarde, de la patente número 2.292.387.


Como en un “flashback” cinematográfico, volvió a las cenas en su casa de Viena, cuatro años atrás y a las charlas con los invitados de Fritz Mandl, el empresario vienés que fue su primer marido. Y una imagen se impuso a todas las demás. Un caballero de facciones cuidadas, pelo engominado, bigote recortado con precisión y una forma de llevar el smoking que a Hedy, siempre atenta a los detalles, le hizo pensar que no era la vestimenta que usaba habitualmente en las cenas de gala. No, aquel hombre- estaba segura- acostumbraba a llevar uniforme. Pero lo que más le llamó la atención fue la suavidad con que la que había pronunciado unas frases terribles: “Diese torpedoes haben keine seele. ¡Haben keine leben!”. “Estos torpedos no tienen alma. ¡No tienen vida!”.
“No, no tienen vida, ¡quitan vidas!”, pensó Hedy, aunque no se atrevió a decirlo en voz alta.  Pero sabía perfectamente que, a lo que se refería el invitado, era su deseo de que los torpedos que le iba a suministrar Fritz Mandl fueran más inteligentes. Que no se pudiera interferir su trayectoria para así poder aumentar la eficacia destructiva… ¡Y a eso lo llamaba que los torpedos tuvieran alma!
Y ahora, en California, aquello le volvía a la mente mientras cuidadosamente iba colocando los nuevos útiles de trabajo encima de su mesa. Es muy probable que, sin que ella se diera cuenta, su mente hubiera estado “trabajando” sobre esta materia desde entonces. Ya el Doctor Freud la había hablado, en otra cena muy diferente, de las casi ilimitadas capacidades del subconsciente del ser humano. 
“George, el problema es que los torpedos, en su trayectoria, se comunican con su emisor en una única frecuencia de radio. Y al ser sólo una, aunque el trayecto no dure muchos segundos, no es difícil de localizar para cambiar su rumbo. El enemigo puede neutralizarlos. Si pudiéramos hacer que esa frecuencia no fuera interferible…Quizá estableciendo una serie de frecuencias consecutivas de forma tal que cuando averigüen una, nuestra comunicación se encuentre ya en la siguiente. Y que la secuencia sea casi aleatoria, para que no puedan adivinar cuáles y en qué orden son las que están por venir. Un salto de frecuencia continuo, a intervalos diferentes de tiempo que tampoco sean predecibles”.

 

 

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A George le vino a la cabeza la técnica de la música mecánica de las pianolas, él mismo la había utilizado en el Ballet Mecanique, quizá su composición preferida. Las 88 teclas de un piano, 88 frecuencias que podrían utilizar. Más que de sobra ya que las combinaciones podrían ser infinitas. ¿Acaso no son infinitas las canciones que se han compuesto -y que se compondrán- en la historia de la humanidad con sólo doce teclas, siete blancas y cinco negras?
El principio del salto de frecuencia puede parecer simple. Pero había que trabajar mucho para hacerlo viable. Fueron casi dos años de intensa dedicación de Hedy Lamarr y George Antheil. En las etapas finales, cuando quedaban ya unos pocos detalles técnicos por concretar, incorporaron a un ingeniero a su equipo. Y el martes 11 de agosto de 1942 Hedy Kiesler (¡sí, ella seguía siendo Hedy Kiesler!) y George Antheil patentaron su “Sistema Secreto de Comunicaciones”. Al invento le fue asignado el número 2.292.387. Volvieron felices a Los Angeles y dedicaron todo el día siguiente a recoger, ordenar y archivar cuanto habían utilizado en su descubrimiento.
Al atardecer, en el porche…
“George… ¿sabes una cosa?”.
 “¿Qué, Hedy?”.
  “…no, no es nada…es que sólo quería darte las gracias. Y decirte que estoy contenta. A propósito, ¿has caído en la cuenta de que esta noche es la luna llena de agosto? ¿te apetece una copa de champán?”. 
Mucho tiempo después, y en sus últimos años, Hedy se acordaría de aquella anoche y tomaría otra copa de champán pero entonces no tendría ya nadie a su lado con quien brindar, nadie con quien compartir la llegada del año 2000. Había sido un largo camino desde Viena hasta aquel verano de 1942. Y otro largo camino el que, sin ella saberlo, le quedaba aún por delante.
¿Y cómo fue la recepción que los estamentos oficiales hicieron a su descubrimiento? Lo más suave que se puede decir es que fue totalmente decepcionante. Aunque reconocieron sus imaginativos y sólidos fundamentos, no hicieron nada, se lo pasaron de un departamento a otro poniendo excusas de todo tipo. La más habitual fue que iba a ser muy caro de poner en marcha y que no quedaba tiempo de guerra suficiente como para amortizar la inversión. Si esto les parece una respuesta sorprendente, mucho más lo fue la que Hedy tuvo que escuchar de un alto mando de la Armada americana:

“Mire, Miss Lamarr, … si, esto está muy bien, pero … deje usted los inventos para los ingenieros que tenemos en el Ejército. Una mujer tan guapa lo mejor que puede hacer para ayudarnos a ganar la guerra es dedicarse a vender war bonds”- dijo mirándole descaradamente las piernas.
Hoy nos parece difícil de entender esa forma de pensar. Afortunadamente.
Pero Hedy reaccionó con una sonrisa: “¿Ah sí? …pues ¿sabe una cosa, general? ¡Eso también lo voy a hacer!”. Y Hedy cantó y bailó en la Hollywood Canteen recaudando más de veinte millones de dólares en bonos de guerra en sólo dos semanas.

 

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Acabó la segunda contienda mundial. La patente caducó a los 15 años de su registro sin que se le hubiera hecho caso alguno. O, tal vez, se estaba esperando a que tal cosa ocurriese para no tener que pagar los royalties por utilizarla. A partir de 1957, ¡qué casualidad!, se empezaron a buscar casos de uso y se fueron encontrando sin mucho esfuerzo. Incluso se empleó, tal y como había sido registrada, en la Crisis de los Misiles de Cuba en 1962. 
En los últimos años sesenta, una ingeniería canadiense la adoptó para asegurar la privacidad de las comunicaciones privadas por radio. De ahí, paso a paso, se iría empleando en las telecomunicaciones móviles, en internet, en wifi y en bluetooth.


Hace no mucho tiempo se hizo un cálculo de cuál podría ser el valor actual de aquel descubrimiento que la actriz y el compositor hicieron en 1942. Y la cifra resultante fue asombrosa, cerca de 30.000 millones de dólares. Y aún más sorprendente si se comparaba con los importes acumulados que habían recibido Hedy y George desde el primer momento: Cero. Ni un solo céntimo.
Pero ellos lo habían logrado. Y sabían muy bien que no lo habían hecho por el dinero. Todo había sido por los niños, por el futuro.


 

Capítulo 4 y último 
Los años de la oscuridad.

Entender, aceptar e, incluso, disfrutar el paso del tiempo es el secreto de la vida. Y para ello no hace falta ser muy inteligente. Así lo escribió y cantó James Taylor en The secret of life. Es una lección muy sencilla. Pero tan difícil de aprender…No, no es fácil saber envejecer. 


La mujer más hermosa sobre la tierra- y una de las personas más inteligentes que han existido- no lo consiguió. Y, con la misma determinación que había demostrado toda su vida, decidió plantarle cara al Tiempo. La cirugía, las drogas, el sexo y la búsqueda desesperada del dinero serían las armas que utilizaría en tan larga y desigual batalla. Quizá la única que perdió en su vida.


¿Qué es lo que tenían en común John F. Kennedy, su esposa Jacqueline, Humphrey Bogart, María Callas, Elvis Presley, Marlene Dietrich, Nelson Rockefeller, Marylin Monroe y Truman Capote- entre otros- con Hedy Lamarr? Esa pregunta no era muy complicada de responder para todos ellos: Compartían una medicina y un médico. Un regenerador mágico que preparaba el Dr. Max Jacobson y que les hacía sentir bien. Y trabajar veinticuatro horas seguidas si era necesario. Eran sus vitaminas.


Era cierto que aquella pócima contenía vitaminas. Pero también hormonas, analgésicos, médula ósea, placenta humana y esteroides. Y, además, anfetaminas y metanfetaminas en proporciones tan grandes que era altamente adictiva a partir de la segunda vez que se recurría a ella. La dependencia era tal que cuando Cecil B de Mille fue a rodar Los diez mandamientos a Egipto se tuvo que llevar al doctor Jacobson con él. “Max, les noto a los actores muy apagados. Son muchas horas de rodaje y el esfuerzo es enorme. Quizá es hora de que tomen tu suplemento vitamínico”. Max Jacobson pasó a ser El Doctor Me-encuentro-bien (Dr. Feelgood).

 

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La adicción era tan fuerte que era habitual que Jacobson recibiera llamadas urgentes a cualquier hora del día o de la noche. Si había alguna, en concreto, que no podía dejar de atender era cuando su enfermera le decía: “Doctor, disculpe, …es la Señora Dunn quien le llama”. Pero cuando se ponía al teléfono no había ninguna señora Dunn al otro lado de la línea. Siempre era una voz de hombre que le decía que había despegado un avión para recogerle, allá donde se encontrara, y llevarle al aeropuerto de Washington. Y que, desde allí, un helicóptero le pondría en unos minutos en el 1600 de la Avenida de Pensilvania. No hacía falta decirle nada más. El Doctor Feelgood sabía que John o Jackie, uno de los dos, le necesitaba.


La medicina mágica del doctor Jacobson fue un secreto a voces entre las altas esferas de la política, las finanzas y la cultura hasta que el New York Times lo publicó en 1972. Poco después le fue retirada la licencia para ejercer la medicina y jamás fue rehabilitado. También él mismo fue víctima de la adicción que había generado en sus pacientes. Hedy entre ellos.


Pero el Doctor Feelgood no era el único médico al que recurría la actriz. Lo años pasaban y las arrugas cada vez eran más difíciles de disimular, no importaba lo eficaces que fueran los maquilladores de Hollywood. De las investigaciones iniciales con George Antheil para buscar cremas para aquel problema con el tamaño de su pecho pasó a pequeñas intervenciones quirúrgicas que ella misma diseñaba. “Quitamos un poco de aquí y lo ponemos allá”. Al principio, todo eran éxitos. Incluso otras actrices recurrían a su mismo cirujano dándole instrucciones precisas: “Doctor, hágame exactamente lo mismo que le ha hecho a ella”. 


Hedy se hace la ilusión de que el bisturí puede trazar esa fina línea que detiene el paso de los años. Ella sigue dispuesta a ganar la batalla al Dios del Tiempo. El espejo parece corroborarlo. Y los romances también. Unos con papeles firmados y otros sin ellos. Respecto a los primeros, aquel primer matrimonio en Viena en 1934 fue seguido por otros cinco más. Y de los segundos, desde John F. Kennedy hasta Charles Chaplin pasando por Howard Hughes y bastantes de los actores con los que trabajaba. ¿Realmente llegó a estar enamorada de alguno entre todos ellos? ¿O alguno lo estuvo de ella? No, probablemente no. Pesaban más las circunstancias, el dinero, la oportunidad, la fama y la conveniencia. En ambas direcciones.

En ausencia de amor verdadero, las líneas del bisturí fueron perdiendo eficacia. Y ya no trataban de borrar las huellas del paso del tiempo sino sus propias huellas. Las que ese mismo bisturí había ido dejando en el que había sido el cuerpo más hermoso sobre la tierra.


Y el dinero comenzó a escasear. No la contrataban para hacer nuevas películas. Notaba que empezaba a perder la batalla. Quizá se sorprendió a sí misma olvidándose de pagar alguna compra sin importancia en May. Y, como no ocurría nada, era casi un juego, cada vez los olvidos fueron mayores, pasando de las decenas de dólares a los miles. Llegaban las primeras citaciones para declarar en los Juzgados.


¿Qué está siendo de mí? A mediados de los años sesenta sintió que tenía que dar un “golpe de timón”, recobrar el control de su vida, volver a ser admirada, tener dinero de nuevo. Decidió escribir sus memorias, un libro le devolvería todo lo que el tiempo le estaba arrebatando.
 Se encontraba aún en el inicio, en los primeros capítulos, cuando recibió una llamada:
- “Buenos días, Hedy… ¿cómo lo llevas?”.
- “Bien, bien. No te preocupes, cumpliré los plazos. Sé que tengo que hacer un poco más fácil la parte de la guerra y también simplificar los trabajos de investigación con Antheil”.

- “Mmmm… ¿trabajos de investigación?, ¿guerra? Pero, Hedy… ¿a qué guerra te refieres?,¿a aquella que acabó hace veinte años y de la que nadie se quiere acordar? ¿Y qué es eso de los trabajos de investigación? Me pregunto si tú quieres realmente vender algún ejemplar”.
- “Pues claro que quiero, es de lo que se trata”.
- “Entonces hazme caso. Dale al público lo que el público espera de ti”.
- “¿Y, en tu opinión, eso es…”.
- “¡Qué va a ser! ¡Cine y sexo, Hedy, cine y sexo!”.
- “¿Eso es lo que soy yo? ¿La Hedy Kiesler que nació en Viena es ahora sólo cine y sexo?”.
- “Si, si, exacto. Mira, no te preocupes, te voy a poner a un par de escritores jóvenes para que te ayuden. Todo lo que tendrás que hacer es contarles las cosas y ellos se encargarán de lo demás. No hace falta ni que te vayan a ver, con que grabes unas cintas para mandárselas es suficiente. Es muy habitual. Y, por supuesto, el libro lo firmarás sólo tu. Ya nos ocupamos nosotros de lo que haya que pagarles a Leo y a Cy.”
Pero esto último Hedy ni lo escuchaba. “¡Dios mío!, cine y sexo, solo soy cine y sexo…”. Y, después de pensarlo un rato: “¡Pues lo van a tener! ¡Eso es todo lo que van a tener!”.

 

Ectasy and me (My life as a woman) se publicó en 1966. Fue directo al número uno de libros más vendidos según el New York Times. Y el escándalo fue monumental. Los episodios relacionados con el sexo conmocionaron a la sociedad americana y a la de los países donde el libro no fue prohibido. En España la primera edición se hizo en 2017, cincuenta años más tarde. Durante bastante tiempo, una traducción al castellano publicada en México, no mucho después de su lanzamiento en EE. UU., era relativamente fácil de conseguir.

 

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¿Qué era verdad y qué era invención de lo contado en primera persona? No sólo infidelidades…era todo un mundo oculto el que allí aparecía. Orgias, muñecas hinchables, sadomasoquismo, el amante que se jugaba a Hedy en una partida de póker con la condición de que el ganador se lo hiciera allí mismo, delante de los demás jugadores…


Hedy renegó públicamente del libro. Ella no había escrito aquellas obscenidades. Y acabó todo en los tribunales. Otro juicio más. Ya no eran sólo los divorcios. No sólo las demandas por incumplimiento de contrato. Por los robos en los grandes almacenes. Ahora, además, el juicio por escándalo público y obscenidad. Ya no podía más. Incluso a una de tantas audiencias, aquella no era muy importante, envió a declarar a una doble suya. Resultado: Nueva demanda por desacato.


Los dos escritores que la habían ayudado, Leo Guild y Cy Rice, se defendieron. Decían tener más de 50 horas de grabaciones en las que la propia Hedy narraba lo que se había publicado. Ellos -argumentaron- sólo habían transcrito su contenido, cuidando un poco la redacción. Era su profesión, lo habían hecho bastantes veces más y nunca había habido problemas.
 

¿Que había ocurrido en realidad? Con toda probabilidad, Hedy había minusvalorado el impacto que tendría y se puso a sí misma como protagonista de historias que solo había oído contar de otras personas. ¿Quién no había escuchado cosas semejantes en el Hollywood de entonces, la nueva Babilonia? Otros encuentros sexuales, únicamente los había imaginado. Quizá alguno fue verdad.

 

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El resultado de todo aquello fue desastroso. Y, además, al rechazar la autoría del libro, tampoco percibió los derechos de autora, sólo retuvo los 80.000 dólares que había cobrado como anticipo.


Continuaron transcurriendo los años. Las nuevas operaciones de cirugía se conformaban con tratar de paliar- sin conseguirlo- los estropicios de las anteriores. Más y más intervenciones mientras se daba cuenta de que ella, la mujer más hermosa sobre la tierra, admirada y deseada por todos, empezaba a dar miedo. Se estaba convirtiendo en un monstruo. Hay alguna filmación, cuando aún permitía que se le hicieran, que así lo atestigua. Se fue a vivir a Miami, allí pasaría más desapercibida.


En su caída en las profundidades de la soledad, no se atrevía a mostrarse ni a sus seres queridos. No tenía más amor que el que el dinero fugaz puede proporcionar. Una madrugada, tras una noche de compañía comprada, le despertaron unos ruidos en su habitación. En un estado de semiinconsciencia y, después de taparse instintivamente la cara con el velo que siempre tenía a mano, miró si su acompañante había recogido el sobre con dinero que ella había dejado preparado sobre la mesilla. Le vio de espaldas y sí, se lo había puesto en el bolsillo de atrás de sus vaqueros. Pero… ¿qué hacía entonces revolviendo los cajones de su aparador?
- “No, las joyas no, te lo pido por favor, es lo único que me queda”.
- “¡Calla, vieja, calla, que bastante he hecho ya por ti!”.
Y cuando las encontró, las cogió y se marchó de la casa dando un portazo. Ella se tapó con lo que pudo y salió tras el muchacho que, al verla, empezó a reírse mientras aceleraba la marcha. 
Pero Hedy, descalza, no pudo soportar el dolor y se dejó caer en la mitad de la calle en aquel amanecer de Florida. El ruido de las zancadas y las risas de quien huía sonaban cada vez más distantes. Luego, solo el silencio.
“No puedo más, no puedo seguir luchando. Gott der Zeit, tú has ganado la batalla. Es una rendición definitiva. Sólo te pido una cosa. Déjame vivir hasta la llegada del nuevo milenio, no faltan muchos años. Y después, te prometo que volveré a descansar en los bosques de mi querida Viena”.

 

 

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El Dios del Tiempo cumplió su parte del trato. Hedy Lamarr vio llegar el año 2000. Y, sola, brindó con champán por el futuro. Pocos días después, el 19 de enero, las cenizas de la que había sido la mujer más hermosa sobre la tierra volvían a Austria. Hedy Lamarr regresaba a casa. Ella también había cumplido su parte del trato. Tras unos últimos años sin cirugía, ni drogas, ni amor comprado, Hedy Kiesler finalmente iba a reposar en los bosques de su ciudad. Nos queda la esperanza de que, al final, aprendió a envejecer.


En 1997, la Electronic Frontier Foundation la había concedido su Pioneer Award. En su nombre, el premio lo recogió su hijo quien, en la mitad del breve discurso de agradecimiento, anunció que su madre había dejado un pequeño mensaje, unas pocas frases en un cassette. Sin ningún tipo de impostura y con la espontaneidad de lo improvisado, Hedy había grabado las últimas palabras suyas que se conservan: “NADA HA SIDO EN VANO”. 

AHORA, AL FINAL DE ESTA HISTORIA, ES EL MOMENTO DE DECIR QUE EL MUNDO, TAL Y COMO LO CONOCEMOS, ESTÁ EN DEUDA CON ELLA. TODOS LO ESTAMOS.

 

Postludio y Bibliografía

A lo largo de los últimos diez años, he leído cuantos libros he encontrado sobre Hedy Lamarr. He vuelto a ver sus películas. He escuchado la música de George Antheil, no sólo el Ballet mecanique sino también- y sobre todo- sus sinfonías. He buscado trazas de Hedy Lamarr especialmente en la Cuarta, la que compuso cuando ambos colaboraban en sus investigaciones científicas. Se dijo que iba a estar dedicada a ella, que había contribuido en no pocos fragmentos. Pero no los he hallado.


Todo lo contado en estas dos partes de “La vida de Hedy Lamarr” es, hasta donde yo puedo asegurar, esencialmente cierto. Claro que los diálogos son recreaciones pero muy bien pudieron ocurrir tal y como los he escrito. También es cierto que algunos pasajes son fruto de mi invención (el vestido de Karntner Strasse, la llamada telefónica del editor del libro, la caída final en la calle de Miami…). Pero solo lo he hecho con el propósito de resumir en unas pocas líneas lo que narrado de forma convencional hubiera ocupado páginas enteras. Y, aunque es imposible abarcar toda la inmensa vida de la mujer más hermosa sobre la tierra en unos cuantos folios, creo que lo más importante está recogido en este escrito.


“Los años de Viena”, “Los años del Esplendor”, “Los años de la Creación” y “Los años de la Oscuridad” se han ido reordenando en mi cabeza, poco a poco, durante mucho tiempo. Algunas partes iban ganando en importancia mientras otras la perdían, nuevos datos enriquecían o matizaban los anteriores. Hipótesis que se confirmaban suficientemente y otras que quedaban descartadas. You stepped out of a dream. Ha sido “un largo viaje hasta llegar a ella”. Al inicio, en 2015, mi amigo y pintor, Kepa Garraza, sintetizó la búsqueda en un cuadro en el que también quiso aparecer él mismo. 

 

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Y siendo cierto todo lo narrado, también lo es que esta es mi historia. Me he apoderado de ella como ella lo ha hecho de mí. Es mi retrato de una mujer y de una época. Espero haberlo conseguido. Ustedes juzgarán. Y, como Hedy Lamarr dijo en 1997, en las últimas palabras que conservamos de su propia voz: Nada ha sido en vano.

 

BIBLIOGRAFÍA MÁS CONSULTADA 
• Stephen Michael Shearer: BEAUTIFUL (2010).
• Richard Rhodes: HEDY’S FOLLY (2012).
• Ruth Barton: HEDY LAMARR. 
   The most beautiful woman in film (2010).
• Jochen Forster y Anthony Loder: HEDY DARLING.
   Das filmreife leben der Hedy Lamarr (2012).
• Hedy Lamarr, ghostwriters Leo Guild y Cy Rice: 
   ECTASY AND ME (My life as a woman) (1966).
• Alexandra Dean, guion y dirección del documental: 
   BOMBSHELL, The Hedy Lamarr story (2017)

 

Entender el paso del tiempo

Ángel Toña Guenaga

 

Nacemos, y nuestra presencia invade de dicha otras vidas. Crecemos, y nos abrimos a una vida consciente y alegre. Comienzan nuestras primeras relaciones con la familia, con los amigos de infancia, vivimos un tiempo feliz. Ya jóvenes, surgen nuestras primeras grandes relaciones, algunas de por vida. Ejercemos actividades profesionales o voluntarias, que en ocasiones resultan creativas y con ellas contribuimos a que nuestros entornos mejoren. 


La vida sigue, el tiempo pasa rápido. Vamos envejeciendo, el otoño de nuestra vida hace decrecer el ritmo de aquella explosión de actividades, frenética en ocasiones. Algunas se van extinguiendo, en todo caso, también nuestra vida va entrando en modo pausado, sereno y experimentado. Advertimos que nuestra presencia es menos necesaria en aquello que pareció dar más sentido a nuestra existencia, aunque en nuestro interior percibimos una senectud con mucha vida, en la que seguimos aprendiendo más por experiencia que por nuevos conocimientos. Y no nos sorprende que lo que acontece, a veces, ya lo habíamos intuido. Nuestra capacidad física disminuye. Pero en otros campos de la vida, menos visibles, experimentamos un renacer de sentimientos y conocimientos acumulados y también la voluntad de devolver a la vida lo que de ella hemos recibido.
Y finalmente Algo, que no conocemos. O quizá nada, porque no es posible creer y no dudar.


La humanidad hereda lo que hicimos, y agradece, anónimamente y sin identificarnos, haber recibido algo bueno de nuestras vidas, ya pasadas.


Entender el paso del tiempo. Aceptarlo, incluso disfrutarlo. Este es el secreto de la vida, aquel que uno descubre durante su invierno. Aquel que Hedy Lamarr vivió durante su cruda vejez, tras una primavera y un verano en el que fue feliz e infeliz, en el que nos dejó un legado propio de un genio prodigioso.

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