Miércoles, 01 de Octubre de 2025 |

Patente N.º 2.292.387. La vida de Hedy Lamarr

José María Abril

 

Preludio

 

¿Qué es lo que más ha hecho cambiar la vida de nuestra civilización en los últimos cien años? 


Han sido años prodigiosos en los que muchos descubrimientos han tenido enorme influencia, pero luego han ido desapareciendo. Pero los verdaderamente importantes siguen vigentes, autotransformándose, germinando en nuevos avances que parecen no tener límite. Probablemente estaríamos todos de acuerdo que, desde el comienzo del Siglo XX, los tres hallazgos más trascendentes hayan sido el automóvil, la aviación comercial y los móviles. Recapacitemos sobre nuestra vida y tratemos de imaginárnosla sin ellos. 


Sin embargo, las personas que los crearon jamás pudieron pensar que tal cosa se llegara a producir. Aunque sí tuvieron, en muchos casos, la intuición suficiente como para registrar debidamente su invento. No hace muchos años, se encontró la patente número 821.393, de mayo de 1906, mediante la cual los hermanos Wright dejaron constancia de que el hombre podría volar en una máquina a la que llamarían aeroplano. Y también Hedy Kiesler y George Antheil, el 11 de agosto de 1943, patentaron una peculiar revelación bajo el número 2.292.387. Esta es solo una pequeña parte de esa historia.

 

Capítulo 1 
Éxtasis. Los años de Viena.

 

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No era París. El centro del mundo al comienzo del Siglo XX era Viena. 


El New York Times lo declararía en su edición del 13 de abril de 1913. La ciudad más alegre y civilizada en aquellos días. Músicos, pintores, escritores, arquitectos y doctores, a los que hoy en día seguimos reconociendo, vivían allí entonces. Y también banqueros, empresarios y políticos. Al ritmo de los valses, la ciudad estaba en un proceso de ebullición creativa. Los cafés (¿no es, acaso, “la cultura de los cafés” uno de los legados de aquella Viena?) y también los wiener schnitzel. Desde Freud, Klimt, Mahler y Zweig hasta las jóvenes promesas como Max Steiner y Billy Wilder. Todo ocurría en Viena al comienzo del siglo pasado.


Pero algo empezaría a cambiar en 1914. En Sarajevo, el 28 de junio, moría asesinado el Archiduque Franz Ferdinand, un detonante para que, un mes más tarde, comenzara una guerra que se iría extendiendo por toda Europa, primero, y luego por el mundo. 


Ese mismo año, en noviembre, el banquero Emil Kiesler y su esposa Gertrud tuvieron la que sería su primera y única hija, Hedwig. ¡Qué difícil de vocalizar sería ese nombre para aquella niña! La pequeña, al empezar a hablar, no podía pronunciarlo y empezó a llamarse a sí misma Hedy. Y ya siempre sería Hedy para todos, incluidos sus padres. Sus primeros años fueron muy determinantes; en su casa convivían los números y las finanzas de su progenitor con el arte y la creación por parte de su madre, pianista. Todo para la pequeña Hedy. Y ella aprendía en una inusual mezcla de libertad y disciplina, de arte y de ciencia, de respeto y rebeldía.

 

Con diecisiete años fue a Praga. Un joven director de cine quería dirigir una película, de las que más tarde se llamarían “de arte y ensayo”, y estaba haciendo el casting. “Éxtasis”. Y allí se presentó Hedy. No le dieron muchas esperanzas, la candidata favorita era una actriz mejicana que ya había tenido algún éxito anterior. Pero Loreta Tovar se negó en redondo.


“Ah, no, por ahí no paso, no señor, solo faltaba…Tendrán que cambiar el guion”.


El representante de Loreta pidió que se eliminaran dos escenas. Ella no estaba dispuesta a aparecer desnuda ni a fingir un orgasmo de forma realista.


Pero no lo hicieron. Loreta estalló de cólera: “Pues entonces que le den el papel a la siguiente, la que está esperando ahí sentada tocando el piano. ¡Qué mosquita muerta!, esa seguro que lo enseña todo y se queda tan tranquila”.


Bueno, qué se le iba a hacer, probarían con la principiante.


“A ver … ¿cómo decía que se llamaba usted?”
“Hedy Kiesler”.
“Muy bien, Hedy, el papel es suyo, si quiere. ¿Tiene usted algún problema con esas escenas?”.
“Pues no, ningún problema. Y muchas gracias por confiar en mi”.


En ese momento cambió su vida. Y - aunque eso tardaría mucho más tiempo en llegar- también la de todos los que utilizamos un teléfono móvil. Todo porque una actriz llamada Loreta Tovar se negó a aparecer desnuda en una película checa llamada “Éxtasis” que se rodaría en Praga en el verano de 1932.


El 14 de febrero de 1933 se estrenó en Viena. Hedy y sus padres tenían reservados sus asientos en las filas centrales del teatro. Y ella había estado temiendo, cada día más, la llegada de ese momento. No les había contado nada, solo que todo había ido bien en el rodaje. Pero pronto se apagarían las luces y comenzaría la proyección. Algo tendría que decirles, pero no sabía cómo.


Por fin, en la oscuridad de los primeros minutos, se inclinó hacia su madre:
“Mamá, la película es un poco…” artística”, ¿eh? ¿Se lo puedes decir a papá?”.
Gertrud repitió la frase al oído de su marido quien asintió sin decir nada.


Y llegó la escena del desnudo, la que ha pasado a la historia como el más famoso de los desnudos del cine.
Al verlo, instantáneamente, pero sin perder un ápice de dignidad, Emil Kiesler se puso de pie, en la mitad de la sala, cogió el abrigo y el sombrero y mirando al frente dijo en voz baja: “Nos vamos”. Y enfiló el camino de salida. Tenía la misma cara que habría puesto si le acabaran de comunicar su cese en la presidencia del banco. Su mujer se levantó y le siguió. Hedy se quedó sentada un par de segundos más, se encogió de hombros y …”allá vamos detrás también”. Y todo el teatro dejó de contemplar la pantalla para seguir con la mirada a aquella familia que, casi desfilando, uno, dos y tres, se dirigía hacia la puerta en medio de la oscuridad del teatro.
Emil Kiesler no volvió a hablar de “Éxtasis” ni de la carrera de su hija. Y su madre hizo de intermediaria entre ambos durante los meses siguientes.

 

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El escándalo fue monumental. Las críticas de la película fueron buenas pero lo más reseñable fue la condena por parte de los sectores conservadores de la sociedad europea, incluido el “Osservatore Romano”. La distribuidora americana Eureka intentó estrenarla en Estados Unidos, pero fue prohibida. Incluso un Juez Federal de Nueva York ordenó que se quemara públicamente una copia del celuloide y así se hizo el 27 de julio de aquel año.
La película empezó a circular de forma privada. Muchos coleccionistas querían tenerla. Y el precio en el mercado empezó a subir de forma anómala. Aquello no era coleccionismo normal, había alguien que estaba dispuesto a pagar cualquier precio por hacerse con todos los negativos. Y lo fue consiguiendo. Aunque no todos accedían a vender su ejemplar. Parece que uno de los propietarios renuentes a deshacerse de su preciado tesoro se llamaba Benito. Y se apellidaba Mussolini. Pero ¿quién era el que estaba comprando y porqué comprarlas todas?, ¿qué iba hacer con ellas? Muy sencillo, quería destruirlas.

 

Friedrich Alexander- Fritz- Mandl se había enamorado de Hedy Kiesler. Había visto “Éxtasis” e hizo todo lo posible por conocerla. No fue muy difícil ya que era el empresario más famoso de Viena. Aunque heredó de su padre un pequeño conglomerado de empresas, Fritz Mandl lo hizo crecer de forma vertiginosa con todo tipo de negocios pero, fundamentalmente, de armamento. En los primeros años treinta, Europa parecía haberse olvidado de la Gran Guerra -o quizá justo lo contrario- y volvía armarse. Todos los grandes países empezaron a incrementar sus presupuestos de Defensa. Y allí estaba Fritz. Hacía negocios con unos y otros. Ni él ni nadie ponía el menor reparo. No había negocio menor ni barreras que no se pudieran traspasar. Y por las noches, Viena a los pies de aquel magnate de sólo treinta años que, de repente, se había enamorado de la chica de dieciocho que había visto en una película. Y la conseguiría, como había conseguido todo lo que se había propuesto. Un trofeo más para Fritz. No había nada que no estuviera dispuesto a hacer para lograrlo. Hacía unos años, Scott Fitzgerald había publicado una novela en Estados Unidos sobre un personaje semejante, Jay Gatsby.  Aunque visto con la perspectiva del tiempo, y teniendo en cuenta la diferencia entre lo real y lo inventado, Fritz Mandl no era Gatsby. Quizá le faltaba el encanto.

 

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“Hedy, cásate conmigo. Viviremos en el campo, allí tengo una finca, pero también tendremos un apartamento aquí en la ciudad, un “pied-a-terre” para quedarnos a dormir cuando acabe la función en la Opera. ¿Lo pensarás?”.
La finca de Mandl en el campo no era tal, más bien un castillo de treinta habitaciones. Y el apartamento en la ciudad, una espléndida casa con más de diez dormitorios. En la mesa del comedor podían cenar, con holgura, veinticuatro personas. Perfecto para Fritz. Lo llamaba apartamento, pero apartamentos eran los que tenía en los Alpes y en la Riviera Francesa. Sus diez automóviles les garantizarían que no habría ningún problema para ir donde les apeteciera.


Hedy no lo pensó mucho: “Si, bien, vale, si quieres nos casamos.” No parece que ella estuviera arrebatada de amor por Fritz pero, al menos, sería una experiencia más. Y de paso se olvidaría de los disgustillos que “Éxtasis” la había ocasionado hacía unos meses.


Los primeros tiempos fueron todo “días de vino y rosas”. París, Venecia, Roma, Amalfi. Restaurantes y joyas, cenas y bailes. Las mañanas soleadas en las playas privadas de La Riviera.


Las recepciones que el matrimonio organizaba en Viena eran la sensación del momento. Se ha hablado mucho de que a ellas asistían los políticos más relevantes de entonces, de uno bando y de otro. Allí estuvo hasta Adolf Hitler. Y eso que Hedy y Fritz… ¡eran judíos! No importaba, si hacía falta -y lo hizo- Joseph Goebbles nombraría a Mandl “Ario Honorario” y podrían seguir cerrando tratos. En la mesa de Fritz y de Hedy se hablaba de música, de literatura y, después, de negocios y armas. Y se alcanzaban acuerdos para suministros importantes. Proyectos para invertir y desarrollar nuevos artilugios. Si había otra guerra, el mar sería determinante, se necesitarían submarinos y torpedos más avanzados…Pero no pensemos que todo eran negocios. Para Hedy fue especialmente sugestiva la cena con el Dr. Freud, aunque sorprendió a su marido bostezando en un par de ocasiones.


Allí estaba ella. Todo lo escuchaba. Armas, Opera y Psicoanálisis. Y si los términos eran demasiado técnicos, no importaba, ya lo pensaría más tarde, le buscaría un sentido.


Programación de fabricación para los avances en tecnología armamentística y acuerdos económicos, por encima y por debajo de la mesa. Convidados poderosos y cenas entretenidas de las que hablaría “toda Viena” los días siguientes. 


Solo alguna conversación ocasional de su marido con los invitados quedaba fuera del alcance de Hedy. Como aquella vez que, después de cerrar un importante acuerdo, Fritz cogió del brazo a aquel gerifalte italiano y se lo llevó a un extremo del salón. “Benito, querido amigo, sería un detalle por tu parte que en la transacción que acabamos de cerrar, incluyéramos- aunque haya que retocar el precio- una copia que debes tener de determinada película”. “No sé muy bien a qué te refieres, caro amico Fritz, pero si es a lo que yo creo, me temo que no está en venta” dijo el invitado.


Pero, poco a poco, Hedy fue sintiendo que le faltaba el aire. No podía salir a pasear por Viena sin que le llevaran en coche, sin que tuviera que decir dónde iba y con quién.


“Prefiero ir andando, no hace falta que me acompañen. Volveré antes de la cena”. De vez en cuando, en esos escasos paseos en los que se sentía libre, se quedaba mirando algún escaparate en Karntner Strasse. “Es precioso, voy a pensarlo un poco y quizá uno de estos días me lo pruebo”. Y al volver a casa, por la noche… ¡allí estaba!, desplegado encima de la cama, el vestido que tanto le había llamado la atención. La primera vez pudo hacerle ilusión, pero más tarde pensaría que eso suponía que no había detalle de su vida que escapara al control de Fritz. Eso no era amor, era posesión. El matrimonio se convirtió en “una jaula de oro”.

 

Una noche, su marido había preparado una cena para tres personas en la casa de campo, ellos dos y su invitado inglés, el coronel Righter. Fritz recibió una llamada telefónica en la mitad de la velada. “Será algo urgente. Pásenmela a mi despacho. Hedy, querida, ¿querrás tú cuidar un momento de nuestro estimado coronel?”. Y sin esperar respuesta, se ausentó del comedor.


Hedy había visto en su invitado algo que le transmitió la confianza suficiente como para acercarse a él y decirle en voz baja: 
“Soy una prisionera en mi propia casa. Lo tengo todo menos libertad. Ayúdeme a escapar, se lo pido por favor”.
 Righter escuchó en silencio, mostrando una expresión de comprensión que la tranquilizó. Pero no pudo seguir hablando ya que Fritz Mandl volvió de nuevo al salón. El resto de la cena transcurrió con normalidad y, al despedirse de sus anfitriones, Hedy creyó percibir en el inglés un gesto de resignación, no parecía que aquella conversación interrumpida se volviera a reanudar en los días siguientes.
Y poco antes de acostarse, en el dormitorio…
“Hedy, amor mío, tengo un regalo para ti. Sé cuánto te gustan los microsurcos con las grabaciones de los nuevos compositores y esta me ha llegado hoy mismo de la ciudad. Espero que te guste”. 
Se dirigió a la Victrola, puso el disco y comenzó a sonar un vals. Pero a los pocos segundos, la música se interrumpió. Hedy miró el aparato que, sin embargo, seguía girando. Era extraño. Inmediatamente se escuchó un “click” y Hedy oyó su propia voz a través del tocadiscos: “Soy una prisionera en mi propia casa. Lo tengo todo menos libertad. Ayúdeme a escapar, se lo pido por favor”.
Fritz, sin mirarla siquiera, dándole la espalda mientras recogía el disco y lo volvía a poner cuidadosamente en la funda, le habló con voz tranquila, casi impersonal.
“Hedy, que no se vuelva a repetir”.


Aquello fue el final. El punto de no retorno. Tenía que huir como fuera. Lo intentó varias veces y finalmente, disfrazada como si fuera su propia criada Laura, y con todas las joyas que pudo llevar en su equipaje de mano, recorrió Europa de expreso en expreso: Checoslovaquia, Alemania, Paris, Calais y, finalmente, Londres. Pocos días en cada sitio, utilizando nombres falsos, mirando siempre hacia atrás por si la seguían. Hedy Kiesler llegó a la ciudad del Támesis en el final del verano de 1937, cuando aún no tenía veintitrés años. Desde Calais no había detectado la presencia de los hombres de su marido; el Canal de la Mancha había supuesto el final de la persecución.


Contactó con los ambientes cinematográficos londinenses y “Éxtasis” volvió a entrar en su vida. Era su tarjeta de presentación. Se enteró de que el buque “Normandie” partiría para Nueva York a finales de setiembre y Louis B. Mayer, el productor cinematográfico, el dueño de la Metro Goldwyn Mayer, viajaría en él, acompañado por Margaret, su esposa. No quedaban plazas libres. Pero Hedy volvió a actuar y haciéndose pasar por la institutriz de una violinista, niña-prodigio, que iba también en el barco, consiguió un pequeño camarote. Y ya desde la primera noche, cenó en “la mesa del Capitán” con el matrimonio Mayer y los demás pasajeros distinguidos. Louis Mayer probablemente se enamoró de ella nada más verla. Le ofreció continuar su carrera de actriz en Estados Unidos. “Tenemos que hacer que el público recuerde “Éxtasis” pero que se olvide del escándalo. Por eso, la primera película no la haremos en la propia Metro Goldwyn Mayer sino en un estudio más pequeño. Luego daremos el salto a las películas de gran presupuesto”.
“Si, me parece bien” dijo Hedy.
“Pero ese nombre, Hedy Kiesler, no lo sé…es un poco difícil.” Y dirigiéndose a su mujer: “¿Se te ocurre algo, Margaret?”.
“Hay algo que no funciona, pero no es el nombre. Hedy está bien. Es el apellido lo que hay que cambiar”- dijo la esposa del magnate.

 

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Y Hedy miraba a uno y a otro. Como tantas veces en su vida, escuchaba y pensaba. Hubo algunos segundos de silencio hasta que Margaret sentenció: “Lamarr. Se llamará Hedy Lamarr. Así la vida sustituye a la muerte”.
A la recién rebautizada aquello no le decía nada. Pero sí a Louis B. Mayer. No solo lo inteligente que era su mujer sino también que tenía “olfato” para el mundo del cine. Pero, sobre todo, al gran productor le quedó claro que, aunque no le hubiera dicho nunca nada, ella conocía todo su affaire con Barbara Lamarr, actriz que había muerto hacía unos años. Y, también, que se daba cuenta que, probablemente, allí mismo, delante de sus propias narices, su marido estaba en el intento de un nuevo romance. “La vida sustituye a la muerte”.


Así fue como aquella pasajera que embarcó en el Normandía con el nombre de Hedy Kiesler descendió en Nueva York, semanas más tarde, llamándose Hedy Lamarr.

 

Capítulo 2 
Hollywood. Los años del esplendor.

 

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Louis Mayer cumplió su promesa. Después de unos meses intensivos de clases de interpretación, de danza y de inglés, le buscó una pequeña producción independiente para que fuera siendo conocida, o mejor dicho, reconocida ya que el mensaje subliminal siempre estaba presente para que lo supieran los periodistas especializados. Ya se encargarían ellos de difundirlo de una forma menos sutil: “Si, guárdenos el secreto, ahora se llama Hedy Lamarr pero es la misma actriz que hace unos años apareció desnuda en Éxtasis”.


Había una película francesa no muy antigua que se desarrollaba en el mundo del hampa, en el norte de África, y que tenía todos los ingredientes necesarios para dar a conocer a la nueva estrella: romance, exotismo, intriga…Se haría una nueva versión y el presupuesto no sería elevado. “Argel” se rodó rápidamente a comienzos de 1938. Tuvo un éxito suficiente a ambos lados del Atlántico y cumplió su objetivo. Con el paso del tiempo se puede decir que hay una imagen que por sí sola justifica toda la película: La protagonista, encabezando un grupo de turistas extranjeros, entra por primera vez en la kasbah argelina. También Hedy Lamarr entraba así en una nueva etapa de su vida, dejando atrás una Europa en la que los rumores de una guerra inminente eran cada vez más fuertes.
Después de “Argel”, empezaron a rodarse las producciones importantes que le habían prometido. También sus co-protagonistas comenzaban a ser las estrellas más reconocidas de aquellos momentos. Clark Gable, Spencer Tracy, Robert Taylor, James Stewart…


Compuesta por una veintena de películas, ¿qué se puede decir de su carrera en Hollywood? Quizá se podría afirmar que eran -sólo eran- “películas de Hedy Lamarr”. Las buenas, que alguna hubo, no fueron muy entretenidas. Y las divertidas, no tenían demasiado valor artístico. Entre ella y Louis Mayer fueron tomando decisiones, una tras otra, y casi todas equivocadas. Como rechazar el papel de coprotagonista, junto a Humphrey Bogart, en “Casablanca”...(“es que se parece demasiado a “Argel”, que la hemos hecho nosotros hace un par de años”). ¡Qué suerte tuviste, Ingrid!. Y, como ocurre a veces, trataron de subsanar el error cometiendo uno nuevo. Filmaremos “Los conspiradores” que, aunque tenga un aire a “Casablanca”, va a ser mucho mejor. Sin embargo, no lo fue.


Pero Hedy era ya una estrella. “La mujer más hermosa sobre la tierra”. Actuaba bien y representaba todo el glamour necesario para una época en la que la gente se quería olvidar, al menos durante dos horas al día, de una guerra que se iba extendiendo por Europa y terminaría haciéndolo por todo el mundo.


A mediados de los años cuarenta, rescindió su contrato con la Metro Goldwyn Mayer, el que había firmado con Louis B Mayer, y tomó el control total de su carrera (¿Por qué todos los hombres importantes en su vida querían que fuera de su propiedad?). Se dedicó a producir sus propias películas. Era inteligente, cuidaba todo el proceso de creación cinematográfica. Pero perdía dinero, casi todas eran un fracaso. 


Y, de nuevo, más errores: “No, lo siento, Mr. Hitchcock, pero no estoy interesada en ese papel, ya hay demasiados actores conocidos en “El proceso Paradine” y la verdad es que no me gustaría que me hicieran sombra”.

 

Finalmente, tuvo que claudicar. Aquellas películas la habían llevado a la bancarrota. Tendría que aceptar participar en una gran producción de Cecil B. de Mille, “Sansón y Dalila”. Ella no sería la estrella, lo sería el director más reconocido en Hollywood en aquel entonces. Y, después el protagonista, Victor Mature, un actor acartonado pero que medía 1.90 y tenía unos músculos colosales. Se resignó a ser “la tercera”. Pero lo mejor de aquella epopeya bíblica terminó siendo ella. Y, asimismo, “Sansón y Dalila” pasó a ser la quintaesencia de “una película de Hedy Lamarr”.

 

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El estreno en Los Angeles dio lugar a una anécdota que protagonizó Groucho Marx al ser preguntado por un periodista a la salida del cine.
“¿Que le ha parecido el filme, Sr, Marx?”.
“Pues no lo sé... Lo he visto sumido en un estado de profunda confusión. Creo que no lo he entendido bien”.
” Pero ¿cómo es posible, si hasta los niños conocen la historia de Sansón y Dalila desde la escuela?”.
“Sí, sí…sí yo también me acuerdo, pero verá usted, es que esta es la primera película que veo en la que el actor principal tiene más pecho que la actriz. Y, además, como los dos llevan el pelo largo, al menos al principio, me he pasado la mayor parte del tiempo sin saber quién era Sansón y quien era Dalila. Luego, he decidido mirar las caras, en vez de otras cosas, y me he aclarado un poco más”.


A Hedy Lamarr debió dolerle mucho aquel comentario.  Y es que, siempre, desde los tiempos de Viena, había estado preocupada porque sus pechos eran pequeños. Algo habría que hacer. Y no se le ocurrió otra cosa que concertar una cita con George Antheil. Curioso personaje. Pianista y compositor tan inquieto que pasaba- sin solución de continuidad- de componer música de vanguardia a descolgarse por la fachada de la más famosa librería de Paris, Shakespeare and Co. Era un “chico travieso”, de escasa estatura, con una mente tan activa que combinaba lo anterior con sus propias investigaciones sobre endocrinología. Creía que se podía predecir el comportamiento de las personas exclusivamente a través del conocimiento de sus hormonas. Y eso llegó a oídos de Hedy Lamarr, aquello podría venirla bien para “su problema”.

“¿Que Hedy Lamarr está interesada en conocerme? ¿¡A míiii…!?”.
“Sí, sí…” le contestaron unos amigos mutuos. “Nos ha pedido que organicemos una cena contigo”.
“Claro, claro, encantado, pero tendré que estudiar algo sobre cine para no quedar mal”.
“No, no hace falta. Hedy nos ha dicho que quiere hablar contigo de cosas científicas”.
“¿Cosas científicas?”.
“Si, sobre…ejem, glándulas”.


Allí empezaría una colaboración que llevaría a la actriz y al compositor a la creación de un nuevo invento que, pasado el tiempo, revolucionaría nuestro mundo. La patente número 2.292.387.
Pero esto lo contaremos en el tercer capítulo de esta pequeña historia sobre Hedy Lamarr: “Los años de la creación”. Habrá también un cuarto: “Los años de la oscuridad”. Y es que la vida en aquel glamuroso y brillante Hollywood, detrás de las cortinas, estuvo plagada de aventuras amorosas, de infidelidades, de pasiones y orgías de sexo, de delitos contra la propiedad, de procesos judiciales escandalosos. 

 

¡CUÁNTAS VIDAS DIFERENTES DENTRO DE UNA SOLA!

LA VIDA DE HEDY LAMARR,

LA MUJER MÁS HERMOSA SOBRE LA TIERRA. 

 

CONTINUARÁ....

 

Lo importante es invisible a los ojos

Ángel Toña Guenaga

 

Domesticar significa “crear lazos” responde el zorro al principito, y cuando los creamos, nos convertimos en únicos, el uno para el otro, asumiendo con libertad que generamos unas relaciones que nos hacen responsables. Crear lazos es una decisión que tomamos desde nuestra libertad, pero su elección nos compromete y complejiza la existencia, porque nos vinculamos. También nos hacemos cargo de la libertad del otro. La “jaula de oro” de Hedy Lamarr no era fruto de un lazo libremente creado, sino del cepo de un cazador.


Esta primera parte de la historia de Hedy Lamarr que leemos, siguiendo el texto de JMA, nos anticipa lo que contará de ella en los siguientes capítulos: sobre cómo su capacidad innovadora la llevó a la co-creación de “un invento que, pasado el tiempo, revolucionaria nuestro mundo. La patente número 2.292.387” Nos lo desvelará JMA en el próximo capítulo, si es que, a estas alturas, no hemos ido directamente a internet a averiguar el contenido del invento patentado. Yo si lo hice, y la sorpresa fue doble, porque no hubiera podido acceder a la información si aquel invento no se hubiera producido y desarrollado.

 

No nos preguntemos cómo aquella actriz, Hedy Lamarr, conocida por ser “muy guapa y glamurosa”, podía además ser inventora. Porque “lo esencial es invisible a los ojos”, tal y como volvió a decir el zorro al principito. Nunca conoceremos a una persona mirándole a los ojos, porque solo “perdiendo el tiempo” en la historia de su vida, la llegaremos a ver, y conocer.


No quiero terminar sin hacer alusión a un debate que establecí con JMA cuando hice la primera lectura de su texto, en relación con los inventos de la humanidad en los últimos años. Cada uno de nosotros, somos hijos de nuestra historia personal. 


Porque creo que las vacunas, los antibióticos, los avances en la reducción de la pobreza extrema, la igualdad de género, la democracia, los derechos humanos, y el estado de bienestar, pertenecen a esta categoría. También la cortisona, sin la que en mi juventud hubiera sufrido mucho más. Y la bicicleta, que nos hace muy felices.

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