Jueves, 25 de Septiembre de 2025 |

La Doctora de Urgencias con los ojos verdes y otros encuentros

José María Abril

 

Las investigaciones de Stanley Milgram.

Muy vinculado a las Universidades de Harvard y Yale, Milgram desarrolló dos relevantes trabajos experimentales en el campo de la psicología social, su especialidad, a partir de los años cincuenta.


El primero sobre la obediencia a la autoridad “establecida”, buscaba una explicación a acontecimientos determinantes en la historia del siglo pasado. ¿Cómo podía haber sido posible? ¿Por qué millones de personas habían acatado ciegamente órdenes con las que, interiormente, no estaban- ¡no podían estar! - de acuerdo? Estos estudios coincidieron con el juicio a Adolf Eichmann en Israel por los crímenes de la Segunda Guerra Mundial con lo cual la notoriedad de los trabajos de Milgram fue espectacular dentro de su campo.


Pero es sobre sus segundas investigaciones sobre las que quiero hablar. Es la teoría de los “Six degrees of separation”, también llamada “Small World Theory”. Esos seis grados de separación se refieren a las relaciones interpersonales que se necesitan para llegar de una persona a otra en nuestro mundo por muy diferentes que sean y por alejadas que puedan estar una de otra. Desde el ser humano más poderoso o rico del planeta hasta el más olvidado o el más pobre en solo seis relaciones personales. O del más pacífico al más violento. O del más sabio al más ignorante. En tan solo seis pasos. Ya saben, “un amigo conoce a un amigo que a su vez…”. Hace años, todos recibíamos cartas de conocidos nuestros que nos ponían, al final, una lista de otras personas con las que ellos tenían amistad pidiendo que hiciéramos lo mismo. Y a veces nos sorprendía los nombres que allí aparecían. Seguro que algunos eran inventados, ya fuera como broma o para darse el pote, pero una gran parte eran verdad. A pesar de que quien nos mandaba la misiva nos pedía que no interrumpiéramos la cadena, la verdad es que no contesté a ninguna, ni envié ninguna nueva…

 

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Pero sí me quedó la inquietud de profundizar un poco en esa teoría. Y de seguir su evolución en estos tiempos después de la aparición de las nuevas tecnologías, especialmente Internet y todo lo que representa. Y la conclusión es que se ratifica la tesis, pero no se acorta. No se habla de cinco o cuatro grados de separación…el promedio sigue siendo seis, si nos referimos a relaciones verdaderamente personales, no vale con seguir a alguien en Instagram. Entonces, nos podríamos hacer una pregunta: ¿Gana en profundidad y cercanía nuestra forma de relacionarnos gracias a las nuevas tecnologías o solo se amplía, pero de manera superficial? Quizá seguimos estando tan solos como antes.


Pasando a un plano personal, mi vida me ha dado la posibilidad de materializar, en algunos casos, esas relaciones y encontrarme con personas a las que realmente quería conocer. Y charlar con ellas de un modo cercano, no un simple saludo. Diría que, cuando de verdad lo quieres, puedes acortar esos seis grados de separación. Les contaré algunos de esos encuentros. Pero también algún otro inesperado, con alguien a quien no conocía -y de quien sigo sin saber su nombre- pero que quedó grabada en mi memoria de forma indeleble. Seguro que también a ustedes les ha pasado lo mismo en alguna ocasión.

 

“¡No, no…aspetta, manca le donne!”.

 

El 6 de julio de 2020 entró en mi móvil un SMS, breve y urgente, de mi hermano Luis. “El Maestro ha muerto”.

Eran los primeros meses de la pandemia. Todos temíamos recibir mensajes como ese. En este caso, no hizo falta nada más que esas cuatro palabras para saber quién nos había dejado. Y es que él mismo, con esa mezcla de humildad e inteligencia que le caracterizaba, lo había dejado preparado meses antes, cuando ni siquiera sabía en qué circunstancias se iba a producir su marcha: “Io, Ennio Morricone, sono morto”.


Recordé las primeras veces que oí su nombre, en Burgos, a mediados de los años sesenta. Era gracioso su apellido. Y aquel disco que teníamos en casa con cuatro temas de “La muerte tenía un precio”, de la banda sonora de la película de Sergio Leone. Los llamaban “EP” para distinguirlos de los Singles que tenían solo dos canciones; cuando la paga semanal no nos llegaba, ni ahorrando durante un mes, para comprar el “disco grande”, aquellos discos, ya fueran de dos o de cuatro canciones, eran una buena solución. Y luego “El bueno, el feo y el malo”. Y “Hasta que llegó su hora”. Más tarde, la música de “Novecento” y otras películas de Bertolucci. Y “A brisa do corazao”, el maravilloso fado que compuso para “Sostiene Pereira”. Si, si, también “La Misión”. Tanta música…


Conocía sus composiciones, aunque no hubiera visto muchas de las películas para las cuales las había escrito. Lo que me interesaba era su música. Crecí, estudié, jugué, me enamoré, viajé, triunfé en unas cosas y fracasé en otras, envejecí (bueno…en esto aún sigo, es un proceso que empecé un día de marzo de 1952) con la música de “el Maestro”, que, con unos años de diferencia, también había reflejado su propia vida en sus partituras.


Maite y yo le vimos dirigir sus obras en cuatro ocasiones. Una de ellas era nuestro aniversario de boda, el de 2018, una noche de verano en las Termas de Caracalla, en Roma. Pero había sido a finales de mayo de 2005 cuando, rompiendo los seis grados de separación y dejándolos solo en tres o cuatro, conocí a Ennio Morricone. 
Fue en Bilbao. SURNE, mutua bilbaína que cumplía cien años, quería organizar un concierto privado- no se pondrían entradas a la venta- para celebrar su aniversario y habían pensado en que “El Maestro” dirigiera a la Roma Sinfonietta en el Palacio Euskalduna. Los directivos de la aseguradora conocían mí admiración por él y tuvimos un par de almuerzos para charlar sobre ello. Por mi parte, encantado de darles las ideas que tuviera. Pero con una condición: Yo quería conocerle, hablar con él, preguntarle y escucharle. Se hicieron los arreglos correspondientes: después del concierto podríamos tener una pequeña reunión. El alcalde de Bilbao, Iñaki Azkuna, les había manifestado una intención parecida. Llegó el día. Y acabado el inolvidable concierto qué dirigió, fuimos detrás del escenario a encontrarnos con Ennio Morricone. ¡Qué pequeños son los camerinos, incluso los de los grandes auditorios!


Azkuna le entregó una makila, un bastón que simboliza la autoridad. Y, casi inmediatamente, dirigiéndose a Ennio Morricone y a mí: Bueno, yo os dejo, que ya me han dicho vais a hablar “de vuestras cosas”. ¡Qué gran personaje el alcalde Azkuna!, ¡Con qué dignidad salió de escena en aquel momento! Maite se había quedado sentada con la mujer de El Maestro, María, en un pequeño sofá que había en el camerino. Cuando se está en presencia de personas verdaderamente importantes probablemente sea su humildad y su sencillez lo que más te llama la atención. Le hablé de aquel disco de cuatro canciones que, juntando las pagas de varias semanas, habíamos comprado mis hermanos y yo en el Burgos de los años sesenta. De la sorpresa que me había supuesto descubrir su nombre en una grabación antigua, finales de los cincuenta, de Mario Lanza. “¿De verdad, no me acordaba que lo había hecho yo...?”  De lo que representaba -y todavía representa- para mí el Tema de Amor de “Hasta que llegó su hora”. Tantas cosas que contarle y preguntarle. Tanta torpeza por mi parte, llegado el momento.
Al acabar le dije si no le importaba que volviéramos a hacernos otra fotografía.


Todo amabilidad, estaba pendiente de los detalles mientras yo seguía deslumbrado y patoso. Le di las instrucciones al fotógrafo…Y Ennio Morricone me corrigió como lo hace un Maestro a un pupilo que ha cometido un olvido casi imperdonable.


“¡No, no…espera…faltan las señoras!”.


Y separándose de mí, se volvió hacia María, su mujer y hacía Maite, inclinó la cabeza mientras les dejaba sitio en el centro de la foto. “Por favor, ¿nos queréis acompañar?”.


Y, luego, dirigiéndose a mi: “Ahora sí, amigo mío, ahora sí”. 


Le echo de menos.

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Un caserón en Cantabria.

 

En el otoño del año 2000, por circunstancias probablemente ligadas al trabajo intenso de aquellos días sobre la estructura energética en España (yo era entonces consejero de Repsol), sufrí lo que se denominada coloquialmente “la pedrada”, un desgarro en el músculo gemelo, en la parte inferior de la pierna. Lo llaman así por la sensación que tienes cuando se produce, parece que es algo “externo”, que te han dado con una piedra o te han clavado algún objeto punzante. Pero solo es eso, pura sensación, la rotura es interna. No es muy preocupante, vendaje, unos días de reposo y un par de meses con bastón.

 

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Y así, con un bastón, me presenté en octubre de aquel año en un caserón estilo inglés que está en Las Fraguas, en Cantabria. El Palacio de los Hornillos fue construido a finales del XIX por un arquitecto británico. Incluso lo utilizó Alfonso XIII como residencia de verano antes de que “le prepararan” el Palacio de la Magdalena, en Santander.


Me estaban esperando José Luis Cuerda y Fernando Bovaira, quien, al verme llegar con el mencionado bastón, dijo: “Bien, muy bien, José María, vienes con attrezzo puesto, vas a encajar con el decorado, le decimos a Alejandro a ver si necesita un extra …jajaja, venga, pasa, pasa”. Eran los productores de la película que Amenábar estaba dirigiendo allí aquellos días. Yo no conocía a Cuerda, aunque había visto alguna de sus películas (en casa nos gustaba mucho “Amanece que no es poco”), pero sí a Fernando Bovaira con quien había hablado para visitarles aquel lunes en el rodaje. Iba a ser el día más tranquilo, solo tres escenas que rodar, no habría nadie más que los actores y el equipo técnico y podría estar con ellos el tiempo que quisiera.


“¿Qué te parece si empezamos enseñándote la casa?”- me dijo Jose Luis Cuerda.

“Creo que José María no ha venido a eso, ¿verdad?” -terció Fernando Bovaira. “Ya tendremos tiempo luego”.

 

Y es que, semanas antes, había hablado con él de mi admiración por Nicole Kidman. Coincidimos en que sería un bonito plan pasar un día en el rodaje de “Los otros” y poder conocerla.


Esperamos a que terminaran la escena. Y vino ella. Me la imaginaba quizá un poco más baja. Y lo primero que me preguntó fue por el dichoso bastón, a ver si era “algo permanente”, poniendo de antemano cara de circunstancias por si acaso lo era. Cuando le conté la anécdota se sonrió y me empezó a dar consejos de lo que era mejor para la rehabilitación. Yo, que esperaba que habláramos de cine, de su carrera, de la peli que estaba rodando o de Australia, me encontraba allí recibiendo recomendaciones que se podían esperar de un fisioterapeuta, pero no de ella. Al ver mi expresión de extrañeza, siguió riéndose y me explicó: “Es que me acaba de pasar algo parecido, aunque un poco más arriba, mira, justo debajo de la rodilla, aquí”- dijo mientras se recogía un poco el vestido de época con el que estaba rodando y que llegaba hasta el suelo. “También es solo cuestión de semanas, aunque hemos tenido que parar el rodaje de Moulin Rouge hasta que me reponga”.
Fueron todos muy amables conmigo. Y Alejandro Amenábar, después de explicarme algunos tecnicismos cinematográficos, me dice: “Ven, que vamos a dirigir tú y yo juntos la siguiente escena”. “Es que yo no tengo ni idea”. “No te preocupes, cuando te diga en voz baja “shoot”, lo dices bien fuerte y cuando te diga “cut”, lo mismo”.
- “shoot”
- “¡¡¡Shoooooottt!!!

Y un par de minutos más tarde
- “cut”
- “¡¡¡Cuuuuuttttt!!!”

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Pasé el día en el caserón, que más tarde me enseñaron en detalle, conocí al equipo técnico, especialmente a Javier Aguirresarobe, el director de fotografía. Fue un día inolvidable para mí, aunque seguro que no para ellos.
Volví a verlos a todos, pero ya entre mucha gente, en el pre-estreno en Madrid de “Los otros”, a primeros de setiembre de 2001. Y a Nicole Kidman, otra vez, en el Noel Coward Theatre de Londres en 2015. 
La sigo admirando (…a pesar del botox).

 

El sueño de Marconi.

 

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Estamos hablando de encuentros. Pero… ¿nos podemos encontrar “con” un lugar? Si, “con” y no “en”. Pues probablemente dependa de lo que signifique para nosotros estar allí.


En junio de 2019 cruzamos, por primera vez, las puertas de Abbey Road. Fue muy pronto en la mañana, antes de que los músicos llegaran para grabar. Apenas había nadie todavía, algunos empleados que iban entrando y que se nos quedaban mirando, un poco extrañados. “Good morning”, “Good morning”. Teníamos un rato para estar allí sin molestar a nadie, “no more than one hour, ¿is it that ok?”. Y también sin nadie que nos molestara. La hija del director nos acompañaría por si necesitábamos algo. Escuchar el silencio, allí donde tantos maravillosos sonidos se habían creado. Sonidos que quizá, de alguna manera, siguieran adheridos a las paredes, como se quedan nuestros sentimientos impregnados en las estancias donde hemos sido felices o desgraciados.


Y pensé en el Sueño de Marconi, sin saber si era cierto o no que Guillermo Marconi había soñado alguna vez con ello o solo se trataba de una leyenda urbana. Inventor de la telegrafía sin hilos, de la radio, fue Premio Nobel de Física en 1909 por sus descubrimientos, los cuales patentó rápidamente. Y duraron años las discusiones y pleitos con Nikola Tesla sobre a quién de los dos correspondía realmente el mérito. Pero fuera de quien fuera, si Marconi no hubiera ganado el Nobel, no habría logrado fabricar instrumentos de radiografía a tal velocidad que solo tres años más tarde, un buque que pretendía ser perfecto, necesariamente debía tener instrumentos, equipamiento e ingenieros de Marconi. El Titanic. 


La noche del 14 al 15 de abril de 1912 el navío Carpathia recibió una señal desde una distancia inimaginable si no hubiera sido emitida por los equipos que el italiano había instalado a bordo del Titanic. ¡CQD!¡CQD! (Come Quickly, Distress). El Carpathia viró rumbo y puso las máquinas a máxima potencia hacia el origen de la señal. Al llegar, hacía ya dos horas que el Titanic se había hundido. Pero aún pudieron salvar a más setecientas personas paliando así la desgracia de aquella noche.


Solo eso ya hubiera sido un sueño inimaginable para Guillermo Marconi, pero el sueño al que me refiero, si alguna vez lo tuvo, era otro. Partía del principio de que los sonidos nunca se disipan del todo. Siguen allí donde surgieron, con menor intensidad, pero no desaparecen completamente. Y por lo tanto podría lograrse- podrá lograrse- en algún momento, volver a identificarlos, captarlos y grabarlos, en el espacio-tiempo. ¿Quién sabe si en unos años podremos escuchar cualquier cosa que nos interese e incluso tenerla grabada en nuestro dispositivo? Pero no una reproducción sino la original. Piensen qué les gustaría oír… ¿a Galileo diciendo “e pur si muove” ?, ¿a Cesar arengando a sus tropas “Veni, vidi, vici” ?, ¿a Napoleón equivocándose al decir a sus hombres que las pirámides de Egipto les contemplaban desde hacía veinte siglos? (y quedándose corto de, al menos, otros veinte). O quizá poder volver a oír la primera palabra que dijimos. O escuchar de nuevo aquel “te quiero” …Si, ese era el Sueño de Marconi.


Y yo pensaba, sentía, que aquellas estancias, aún vacías y silenciosas de Abbey Road, estaban en realidad rebosantes de música. De todo tipo de música. También el silencio lo es. Quizá por eso, sin darnos cuenta, hablábamos en susurros cuando no había nadie allí a quien pudiéramos molestar. En aquellas salas habían sonado por primera vez las canciones de Los Beatles. Y de Pink Floyd. Y de John Barry. Y de George Martin. Quizá temíamos que el eco de nuestras palabras o de nuestros pasos interfiriera, de alguna manera, con los sonidos que más hemos amado en nuestra vida. Esos sonidos seguían allí, en aquel silencio. ¡Estaban allí! El Sueño de Marconi.

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El Estudio 2 es más pequeño que el 1, el dedicado a la grabación de música sinfónica, pero suficiente para como para que Los Beatles crearan y grabaran en él la práctica totalidad de sus obras. Lo recorrimos, nos sentamos un rato (seguíamos escuchando el silencio) y vimos al fondo un piano. Estaba un poco destartalado, la verdad. Era un Steinway “de pared” muy antiguo, debía ser de principios de siglo, pero del Siglo XX.
“… ¿y ese piano?”.
“Es el que emplearon los Beatles en muchas de sus canciones. Les gustaba por que daba un aire como de “pub”. “Penny Lane”, “With a little help from my friends” pero sobre todo lo reconocerán por el comienzo de “Lady Madonna”- nos contestó la hija del director.
“¿Y ahora?”.
“Ya no se utiliza. Es casi una reliquia sagrada. Solo Mr. McCartney tiene autorización para tocarlo. Y lo hace alguna tarde. Pero muy de cuando en cuando”.
“Pues lo siento mucho por usted, porque va a pasar un mal rato, pero yo no me voy de Abbey Road sin sentarme a ese piano y tocarlo”
- le dije con la mayor amabilidad de que fui capaz.
“No, no se puede, es que no se puede …”. (¡Pobre! que apuro debía estar pasando).
“Solo un minuto…”.
Tardó en pensarlo.
“All right but just a minute”.
Y ese fue mi encuentro con Abbey Road y el piano de los Beatles. Si en el futuro se cumple el Sueño de Marconi y se llegan a identificar todos los sonidos que siguen flotando allí, es posible que alguien se haga una pregunta: “¿Que ocurrió la mañana del 20 de junio de 2019 en el Estudio 2? Por lo visto, debió colarse algún indocumentado que se dedicó a aporrear el piano de los Beatles. Menos mal que le debieron echar a patadas ya que solo pudo hacerlo durante un minuto. Si hubiera estado más tiempo los daños habrían sido irreparables”.

 

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La Doctora De Urgencias Con Los Ojos Verdes.

 

Después de la fusión, el Comité de Dirección del banco se reunía los lunes en Madrid a las 10:30. Y eso significaba que “los de Bilbao” teníamos que tomar el avión de la 6:45 de la mañana. Todos los lunes, madrugón.
En setiembre, quizá más que otros meses, las nieblas cubren con frecuencia el Valle de Asua donde está el Aeropuerto. De hecho, el primer vistazo al valle y a las pistas de despegue y aterrizaje, desde el monte Archanda, ya solía indicar si iba a haber algún problema con los vuelos.


Aquel lunes de setiembre, la visión desde arriba era desalentadora, todo estaba cubierto por una espesa y compacta nube.


Le dije al conductor: “Ni lo intentamos, ya conocemos esa niebla, tardará horas en despejar. Damos la vuelta aquí mismo y nos vamos a Madrid en coche”. Lo habíamos hecho bastantes veces y a las 10:00 estaríamos en La Castellana, con tiempo de sobra para la reunión. Pero no aquel lunes.


Bajando el puerto de Somosierra, a unos escasos 90 kilómetros de Madrid, hay bastantes cambios de rasante y algunos incluso en curva. Quizá la velocidad que llevábamos no era la adecuada. De repente, nos encontramos con los dos carriles cegados por delante: un camión estaba adelantando lentamente a otro. En una centésima de segundo, instintivamente, había que elegir contra cuál de los dos nos íbamos a empotrar. Y probablemente tampoco elegimos la mejor opción. Aunque tuviéramos un metro más de distancia, el elegido iba aún mucho más despacio que el otro. Casi un muro.


Chirridos metálicos, bandazos descontrolados, el estallido de los airbags y olor a goma quemada, desorientación, un dolor fuerte en el pecho. El coche quedó destrozado, pero pudimos salir y andar. “¿Estamos bien?” “Si, si, lo estamos… ¿verdad?”- me contestó el conductor. “Sí, yo creo que sí”.


A los pocos minutos se oyó el ruido de un helicóptero acercándose. Lo vi descender. No recuerdo pensar nada en aquellos momentos, solo ver cómo aterrizaba. 


Bajaron tres o cuatro personas con una camilla. Un primer reconocimiento rápido. “¿Dónde duele?”, “aquí, en el pecho”, “¿es soportable?”, “sí” …Oí una voz que decía “¡venga, venga, rápido, que nos lo llevamos!”. La mente en blanco. Debía haberle pasado algo a alguien. Quizá a mí.


Despegó el helicóptero, la carretera iba quedando abajo, cada vez más abajo.


La primera cosa en la que reparé es que había una mujer que, con calma, pero con firmeza, iba dando instrucciones a los enfermeros (“¡sujetad bien los cinturones sin oprimirle, medidle la tensión …!”), a los pilotos (“a La Paz y no tan brusco, poco a poco…”), a mi (“estás bien, tranquilo, estás bien”). Una voz dulce pero que transmitía que estaba al mando de todo aquello. No era yo quien tenía que hacerlo. Y me sentí aliviado, tranquilo… yo no tenía nada más que hacer.

 

A los pocos minutos, se acercó y me levantó los párpados. “A la derecha”. “Ahora a la izquierda”. Lo debí hacer bien. Pero ya no solo era su voz…vi unos ojos verdes enormes y preciosos. Me quedé mirándolos. Todo el tiempo del mundo.
Y poniendo cara como de guasa, mientras se encogía de hombros, me dijo…
“¡¿Queee…!?”.
“…nada, que me he muerto y estoy en el cielo”.
“¡Pero qué idiota!”, contestó sonriendo. “¡Ni te has muerto ni lo vas a hacer por esto! Y desde luego, cuando lo hagas y si existe, allí no vas a ir tú. Debe haber un sitio especial para los bobos. Y ahora, calladito y a descansar que en un cuarto de hora estamos”.


Los siguientes recuerdos que tengo son en la UCI de La Paz. Pruebas y más pruebas. No solo exploraciones y radiografías. También muchas preguntas. Cómo te llamas, dónde vives, recuerdas qué te ha pasado, cómo se llama tu mujer, y tus hijos, dónde trabajas, y qué haces allí, dónde naciste, dónde tienes la izquierda, y dónde la derecha…


Al final de la tarde vinieron varios médicos. Busqué entre ellos a la Doctora de los ojos verdes, pero no estaba, probablemente habría terminado su trabajo “entregando el paquete” en el hospital.
“Fractura de esternón. Suena como si fuera algo grave pero no lo es. Todo lo demás, bien, pero por si acaso te vamos a dejar un día más aquí, en la UCI, en observación. Y si todo va normal, mañana duermes en planta. Y para el fin de semana, en casa”.


Cuando le avisaron del banco, Maite cogió el primer avión a Madrid, ya de mediodía, cuando no quedaba en el aeropuerto ni rastro de la maldita niebla. Y estuvo conmigo la tarde del lunes. También mi hermano Luis. 


El martes pasaron a verme los compañeros del banco.
- “¿Me puedes hacer un favor?”- le dije al de más confianza.
- “Claro, cuenta con ello”.
- “¿Podrías enterarte del nombre de doctora que me trajo ayer en el helicóptero?”
- “¿Es importante?”.
- “Para mí, sí. Quiero mandarle una tarjeta que ponga solo Gracias”.
- “Pues removemos Roma con Santiago y la localizamos como sea”.

 

No lo consiguió. Años más tarde me enteraría de que ni siquiera lo había intentado.
Dormí muy tranquilo, probablemente sedado. Amaneció un martes luminoso. Me hicieron algunas pruebas más y hacía el mediodía me dejaron descansar. Hasta que entró una enfermera, un poco alarmada, diciendo
- “¡Dios mío, se están estrellando aviones contra los rascacielos de Nueva York!”.
Pensé que era una prueba más. Me encontraba bien y decidí hacerme el simpático: 
- “Yaaa… y si me lo trago, luego dices que han aterrizado unos extraterrestres en Getafe. Y si también eso me lo creo, es que algo no va bien en la cabeza. ¡A otro con esa engañifla!”.
- “Espera y verás” dijo muy seria. Y salió de la habitación.
Lo siguiente que oí fue el chirrido de unas ruedas acercándose por el pasillo. Era ella que volvía arrastrando un carrito con una pequeña televisión encima. En silencio, se agachó y enchufó el aparato. Conectó Antena 3 y allí apareció Matías Prats.
Solo me dijo: “Mira”.
Aquel martes de setiembre era día 11. Y aquel año era 2001.


 

 


 

Rescatar del olvido, conocer el pasado, aprender para el futuro.

Ángel Toña Guenaga

 

Podemos afirmar que los homínidos existimos desde hace siete millones de años. Cinco millones de años más tarde, pudieron comenzar las primeras interacciones de conversación. La arqueología y la antropología son las ciencias a través de las que vamos recuperando la historia primitiva de la especie humana. Y hace solo cinco mil años que hay indicios de primeros textos escritos. Con ello, la humanidad rescata del olvido, que todo lo engulle, parte de nuestra historia. Diverso material arqueológico y monumental completa nuestro conocimiento del pasado.


Pero es la escritura la que nos ayuda a desvelar nuestra historia, de la que podemos tener ciertas y abundantes certezas. Los textos, que primero salvaron la tradición oral, han podido transmitirnos los hechos, los conocimientos y las ideas de lo que llegamos a identificar como nuestra historia antigua. Los grabados y la pintura ayudan a visualizar también las formas de vida pasada. La imprenta sustituyó a los copistas e hizo posible la expansión del conocimiento.


A Marconi, junto a otros investigadores contemporáneos, se le atribuye la invención de la transmisión del sonido sin hilos, a distancia. Pasó lo mismo con las imágenes, que además de emitirse, se pueden conservar y gozar de la posibilidad de permanecer en el tiempo. Condición necesaria, no suficiente. Para que los textos, la imagen y el sonido sobrevivan, será necesario, además, que las generaciones futuras muestren interés en preservarlos.


Partiendo del principio de que los sonidos nunca se disipan del todo, el sueño de Marconi, ¿o de Jose Mari?, sería poder recuperar sonidos de tiempos pasados. Puestos a soñar, ¿podremos recuperar en un futuro también escenas del pasado? El límite lo marcarán los avances científicos. Los avances de la tecnología permiten conservar toda la información que deseamos.


Si no hubiéramos aprendido a escribir, apenas habríamos podido evolucionar. Y gracias a este desarrollo de la ciencia, nos adentramos en un tiempo que parece no tener límites en cuanto a la recuperación de nuestro pasado. Con Antonio Machado decimos que, aunque “todo pasa, todo queda…son tus huellas…se hace camino al andar…y se ve la senda…y estelas en la mar”


Quizá podamos un día conocer el pasado de nuestra humanidad de forma minuciosa. La pregunta importante será si servirá para construir un futuro mejor para las nuevas generaciones.

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